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viernes, 23 de noviembre de 2012

Lo peor es la cara que se te pone...

Seguro que más de una vez habéis dicho esta frase: "lo peor no es que te pase tal o cual cosa, sino la cara de gilipollas que se te pone". Y es verdad verdadera, os lo aseguro. Hay cosas que, cuando te suceden, te alegras infinito de no ser alguien famoso, de los que anda siempre rodeado de una nube de "paparazzi" que inmortalicen tu cara, entre alelada y gafosa, porque te verías obligada a cambiar de trabajo, de amigos y, si me apuras, de ciudad, para empezar una vida de anonimato en otro lado, preferiblemente en las Antípodas. Porque el cachondeíto de los conocidos puede durar siglos y, la verdad, las primeras cuatrocientas veces que te lo recuerden te reirás, pero luego, como que acabarás un poco hartita de ser la rechifla de la peña...
Por ejemplo: imaginad que decidís comeros un delicioso yogur desnatado que es, además, el último de la nevera hasta que cobréis. Quitáis la tapa y tiene un dedo de ese suero asqueroso que se forma en la superficie. ¿Para qué demonios queremos ese maldito suero? ¿Por qué los fabricantes lo incluyen en su producto, si repugna a todo el mundo? ¿No lo pueden aprovechar para usos médicos? ¿Por qué narices una sustancia tan desagradable tiene que empochingar vuestro único yogur, pudiendo hacerlo con los de los vecinos, que todavía les quedan cuatro más?
Ya sé que me diréis que es un problema ridículo y con fácil solución: escurres el liquidillo en el fregadero, coges la cuchara y te lo comes (el yogur, no el liquidillo), que ya estás tardando. Pero no es tan sencillo (al menos, en mi caso, todo siempre se complica. Snif).
Coges el yogur, lo inclinas levemente... y nada, que no cae el agüilla. Lo inclinas un poco más... y ahí que se va por el desgüe, seguida del yogur entero, que se cae al fregadero, el muy cabrón, con un sonoro "choooooof".Total, que te has quedado sin merienda en cosa de dos segundos. Pero eso no es lo peor, lo peor es la cara que se te pone, una mezcla de asombro, desencanto y "hay que joderse". A lo que tienes que añadir que, además, salpica y se te quedan las gafas llenas de pegotes, que parece que te las ha cagado una paloma. Imaginad lo que valdría una foto así de Belén Esteban: millones de euros ¿no? Pues tú todavía tienes que agradecer que estabas sola en casa, que cualquier testigo se habría tirado la tarde entera partiéndose el culo de ti y diciendo "torponaaaaaaaaaaaa".
Y no creáis que es la única situación ridícula a la que os podéis enfrentar, que va...
¿No se os ha ocurrido nunca andar por la calle mientras leéis un libro? Yo solía hacerlo de adolescente... hasta que un día, al ir a coger el metro en Ciudad Universitaria, mi interesantísima lectura de Marvin Harris se vio interrumpida por otros dos sonoros "chofs" (chof y chof). Miro para abajo y ¡síiiiiiiiiii! Como no podía ser de otra forma, había metido los dos pies en un fermosísimo montón de cemento que estaba, supongo, ahí preparado para arreglar la acera. Y lo peor no fue tener que tirar las zapatillas al llegar a casa, noooooo, lo peor fue la cara de imbécil que se me puso, agravada por la intervención de un viandante, que se vino hacia mí y me dijo, en tono confidencial "creo que te has manchado un poco". Qué jodío. Eso debían decir los mafiosos a los enemigos a los que hacían los zapatos de cemento antes de tirarlos al mar, "creo que te has manchado un poco el bajo de los pantalones, pero no te preocupes, que en cuanto te ahogues se te pasará la preocupación".
Pues la cosa puede ponerse peor todavía: Una pareja conozco que, el día de su boda, cuando iban hacia el hotel donde se iban a hospedar, ¡hala!, metieron el coche en un alcorque y tuvieron que salir, vestiditos de gala, a sacar la rueda rebelde a pulso. Pero lo malo no fue engorrinarse el traje, lo malo fue la cara de tontos que se les puso, mientras los que pasaban por ahí no sabían si estaban viendo a dos pringadillos o siendo testigos de un programa de cámara oculta. Imaginad que le hubiera pasado eso a la duquesa de Alba en su última boda. Los de los programas del corazón habrían abierto un debate de quince o veinte horas, con ciento sesenta contertulios, para discutir si la escena estaba o no preparada...
¿Y qué decir de cuando descubrís que estáis intentando fichar en el trabajo con el abono transportes? Lo peor no es que el reloj de fichar se vuelva loco con la banda magnética, qué vaaaaa, lo peor es la cara de idiota que se te queda cuando, sin haberte dado cuenta todavía de la enorme chorrada que estás haciendo, miras la pantallita y ves que tu hora de entrada no se ha registrado. Generalmente, cuando algún compañero te saca de tu error, generalmente con un "¿se puede saber qué coño haces?" muy apropiado, ha pasado la hora y has fichado tarde (más snif).
Podría seguir poniendo ejemplos, ya sabéis que me encanta enrollarme horas y horas, pero creo que habéis captado la idea ¿verdad? Ahora bien, no vayáis a pensar que yo soy la única  a la que le pasan estas estupideces, también vosotros lo sufrís en vuestras carnes. A ver ¿quién no ha intentado cambiar el canal de la tele con un mando que no era el de la tele? Ahí, delante de la pantalla, moviendo el mando de, por ejemplo, el aire acondicionado, apretando el botón con más fuerza y mascullando denuestos... hasta que caéis en vuestro error.
Y no lo neguéis, lo malo no es que hayáis tardado media hora en daros cuenta, que los botones del mando se hayan quedado para adentro por la fuerza con que apretábais y esas cosas, para nada. Lo peor es la cara de merluzo que se te pone, con la lengua medio fuera, los ojos guiñados, que parece que te están entrando ganas de ir al váter.
A lo que tienes que añadir que, al menos en mi caso, estas absurdas situaciones se van a repetir periódicamente y me acompañarán durante toda mi vida, que para eso soy, según no sé qué instituto noruego de ciencias del comportamiento, uno de los seres más despistados de este planeta, con lo que sospecho que por años y años esa cara de mema no me abandonará, para el regodeo de los que me rodean y eso sí que es un estrés y un sinvivir.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Gastronomía absurda


Pues yo estaba tan feliz estos días, pensando en mis croquetas de cocido y la posibilidad de hacerme inmensamente rica con ellas, gracias al asesoramiento de mi amigo Ignacio. Como que me planteaba hasta dejar el trabajo y montar una PYME de distribución y decoración de fritillas que diera trabajo a varios cientos de miles de desempleados… Pero, mi gozo en un pozo, creo que no voy a tener sitio en el mercado.

Y vosotros me diréis “¿cómo no va a haber, en este mundo globalizado, un huequecillo para tan delicioso manjar?”. Eso pensaba yo, pero la televisión se ha encargado de desilusionarme.

Resulta que llevo todo el finde vagueando en casa, con el mando de la tele en la mano y he zapeado en torno a unos cuantos programas de cocina y me he convencido de que no hay cabida para mis croquetas, pobrecitas, no están de moda.

Ya sé que me diréis que no hay que prestarle tanta atención a la tele… Ya lo sé,  es lo que nos recordaban constantemente nuestros padres cuando éramos pequeños.  Pero ellos lo decían para que hiciéramos los deberes. Además, por aquel entonces, sólo había dos canales y no funcionaban todo el día, así que el telediario y el fútbol no dejaban espacio a la gastronomía en la pequeña pantalla.

Pero ahora, amigo, entre las cadenas privadas, la tdt, la televisión por cable y los programas que se pueden “seguir por internet”,  las recetas lo han invadido todo. Hay un canal que hasta tiene por logotipo un huevo frito, por si acaso te queda alguna duda cuando lo encuentras… Y es que, desde que les ha dado por cantarnos las excelencias de lo que comen en lugares exóticos y nosotros nos perdemos por haber tenido la enoooorme desgracia de haber nacido aquí, hay veces que no tengo muy claro si estoy viendo un programa de cocina, una película de Wes Craven o los documentales de “El último superviviente”.

Porque, a ver ¿a vosotros os parece normal que un amable cocinero o cocinera, con un gran desparpajo y total descaro, os prepare, ahí mismo, una menestra de gusanos fritos o unas tripas de lagarto al horno? Que a veces creo que están reponiendo  “Indiana Jones y el templo maldito”… hasta que me  percato del huevecillo en la esquina superior derecha de la pantalla y compruebo que no nos cuentan esas guarrerías para darnos asco, que pretenden que nos las comamos.

Claro que tampoco deben estar ellos muy convencidos: si te tratan de vender la moto, contándote que es lo típico de un sitio, mal vamos. También tenían, en las islas del Caribe, la costumbre de papearse a los de las tribus enemigas y todavía no me he encontrado, en la carta de ningún restaurante, misioneros al ajillo o estofado de hinchas de tu equipo rival.

Tampoco me convence que me cuenten la inmensa cantidad de proteínas que me estoy perdiendo por no merendar bocatas de bichos, en vez de un sándwich de queso. Siempre he pensado que, cuando te tienen que convencer de lo maravilloso que es algo, o bien está malísimo, o bien no lo tienen ellos tan claro. ¿Os imagináis diciéndole a un tío del Medio Oeste “sí, esta tortilla de patatas no tiene un aspecto muy agradable, pero tiene muchos hidratos de carbono, necesarios para la correcta nutrición y, además, cuando te acostumbras al sabor, está incluso rica”? Ridículo ¿verdad?

Bueno, pues si cambias de canal te encontrarás a un cocinero calvorota, que viaja por el mundo catando las repugnancias más exóticas y, encima, poniendo cara de entendido y diciendo que si el sabor es gomoso, con un toque a tierra y tripas de vaca, que lo convierte en algo absolutamente delicioso… Vamos, hombre, qué coño delicioso, no sólo tiene que ser repugnante, sino que puede que te envenenes (o que ya  te hayas muerto intoxicado en algún atolón del Pacífico y todo lo que yo  veo sean reposiciones). Comparas la cara de Bear Grylls y la de este tío, ante el mismo plato y ¿con qué te quedas? Yo, desde luego, me fío más de Bear Grylls, sobre todo cuando se retira a unos arbustos para vomitar la última tanda de cojones de cabra crudos que se ha tenido que apretar, por mor de la audiencia, ante la rechifla de una tribu de beduinos que lleva quinientos años gastándole la misma broma a los visitantes, mientras ellos se inflan a cordero asado con verduritas.

Pues nada, le das otra vez al mando y te encuentras a algún otro chef,  éste con su correspondiente gorrito cocineril, que hace tan mono (hasta he visto alguna que se lo coloca en plan txapela) utilizando las piezas del taller de coches de la esquina para montar lo que, según él o ella, es “una deconstrucción de lentejas al fumé de salmón”. Sí, claro, “fumé” es como está él, si se dedica a esas cosas. Además ¿para qué necesita un instrumental tan enorme? Mi abuela se apañaba con un cuchillo, una espumadera y una cuchara de madera y éstos tienen:  un soplete, para fundir el azúcar; unas piezas, que parecen cachos de tubería serrados y él llama “moldes”, para hacer “pasteles” de cualquier cosa extraña; una colección de cucharillas, tenedores y cuchillos que podrían haber salido del maletín de un médico psicópata y que se utilizan para arrancar bocaditos de una manzana en forma de pelotillas, floripondios y maripositas, según le dé. Así pasa luego, que ves la comida y tienes la sensación de estar a punto de zamparte las canicas de tu sobrino y los pasteles de arena que hacías de pequeña en la playa, con el cubo y los moldes.

Además, todos los sabores están cambiados: lo que de siempre era dulce, pues ahora es salado; lo que era salado, se le añade un toque de miel, de cocacola o de lo que sea, para crear eso que llaman “contraste” y que nuestras madres llamaban “hacer guarrerías”.

Luego, claro, te partes las caja cuando  la gente te mira como si fueras de otro planeta porque un día te zampas una hamburguesa, pero les parece de lo más normal probar las criadillas de burra con salsa de gusanos, en una sopa cocinada con algas recogidas en la playa, sacándoselas de entre los dedos de los pies a los bañistas. Como si no hubiera que tener espíritu aventurero también para encasquetarte, entre pecho y espalda, una cantidad de colesterol semejante a la que contiene un "cuarto de libra". Y ya, ni os cuento con la “nouvelle (que ya no es tan nouvelle) cuisine”, que todo el mundo está de acuerdo en que un plato de un metro cuadrado para contener, en su centro, un canapé de foie, rodeado de canónigos y “salseado” con vainilla, puede no ser un asco (a lo mejor si está rico, después de todo), pero sí una risión.

Lo peor de todo esto es que mis croquetas no pueden competir con el poder de la televisión, creo que yo no doy el tipo para tener un programa. En serio, imaginadme con un gorro de cocinera para recogerme los pelos, las gafas salpicadas de aceite y mi fantástico delantal con la receta del gulash, ante una cocina enorme e impoluta, contando al público: “pues coges la carne que ha sobrado del cocido… ¡ay, coño, que se me cae el morcillo!, la picas bien picadita –jo, vaya mierda de tijeras -, preparas la bechamel, sí, ya, hay que hacerla a manubrio, pero a mí me sale hecha una birria, así que le tengo que meter batidora”… y así hasta culminar con la enorme bandeja… No sé qué pensáis vosotros, pero yo creo que sería una juerga y, a la vez, una vergüenza.

En fin, que después de tener en mis manos la llave de una enorme fortuna, los bichos fritos y la espuma de gambas me condenan a seguir con lo mío. Vamos, una faena y, sobre todo, un estrés y un sinvivir.