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lunes, 31 de octubre de 2011

Oh, la "famiglia"

Más de una vez he escuchado decir, a algún amigo y/o compañero eso de "mañana no puedo, que tengo comida familiar" y lo dicen como si quedar a echar un ratillo con la parentela fuera uno de esos horrores inevitables, como la visita anual al ginecólogo. Luego les preguntas y resulta que su clan familiar se compone de una abuela, los padres, un hermano o hermana, el correspondiente cuñado y un par de sobrinos petardos. Y yo me pregunto, ¿cómo se tomarían los eventos familiares si tuvieran, como yo, unos doce mil quinientos parientes? Encima, nos encanta quedar a marujear, aunque no podamos hacerlo a menudo. Vamos, que somos tipos familiares. Pero de qué familia. Mi amiga Pauli nos llamaba "la famiglia" y nos imaginaba en una comida campestre, con una enorme mesa de manteles blancos y cien mil niños correteando alrededor.
Sólo mis parientes  en primer grado, entre los que incluyo a los cónyuges de mis tíos, los de sus hijos y los hijos de sus hijos (jodó, parece que estoy armando el arca de Noé) me salen unas setenta personas. Imaginaos lo que es preparar una tarta de cumpleaños, un infienno, os lo digo yo (pero os lo digo de oídas, porque nunca he hecho tartas, ni para mis 70 parientes, ni para nadie, le dejo eso a Leticia, mi sobri, que le salen de puturrú).
Pero ya sabéis lo que pasa en los pueblos, que la familia no abarca únicamente el primer grado, sino que puede llegar hasta el quinto o sexto, a veces. Siempre que pegas la hebra con alguien a quien no conoces, acaba surgiendo la frase esa de "pero si somos medio familia" y resulta que es cierto: su tatarabuela y el cuñado de la bisabuela de tu prima en tercer grado eran primos cuartos. Así que, a partir de entonces, cambias la denominación y "el chico ése con gafas", por ejemplo, pasa a ser "mi primo Alfonso" (o Pepe, o Luis, o Carlos o lo que quieras). Lo que da para que uno de tus colegas te diga: "pero ¿es primo tuyo?" y cuando tú le explicas detalladamente el punto en que coinciden vuestros árboles genealógicos, él (tu amigo) encuentra una rama de la que cuelga una abuela de un primo de su madre y pasa, él también, a ser tío tuyo en segundo grado. En fin, que te da yuyu buscarte un rollete fiestero, no vaya a resultar que des a luz a tus propias primas. Menudo follón.
En fin, que os podéis imaginar, si sólo parientes carnales me salen setenta, en segundo grado puede haber unos doscientos y de la mayoría ignoro que son mi familia... hasta que una conversación de esas que me gustan a mí, con unas cervecitas, me abre los ojos. Y es que soy una ignorantona. A partir de ahora saldré a la calle con un cuadernito y un boli, para ir apuntando. Lo malo es que, para componer toda la genealogía, que seguro que la casa de Alba no tiene tanta gente, voy a necesitar una hoja de papel de cuatrocientos metros cuadrados y, cuando me ponga a dibujarla, la llenaré de pisotones, chicles pegados y quemazos de cigarro. Torpe, que soy una torpe. Además, me faltan datos que no sé cómo completar.
Antiguamente contábamos con unos archivos infalibles: nuestras abuelas. Ellas se acordaban de toooodos los nacimientos, bodas, bautizos, entierros y demás. Lo malo era que aún no se había despertado en tí el interés por los antepasados, pero ellas se empeñaban en contártelos igualmente, con lo que tú huías despavorida, alegando cosas como: "me tengo que ir, que tengo un dromedario en el horno" o "huy, creo que me llaman... en la Patagonia". Y claro, ahora que ya no están, las echas de menos y te has quedado sin saber si el chico de la casa de la esquina, que parece te mira con buenos ojillos, es o no tío tuyo. Pues te jodes, por impaciente.
Ahora puedes intentar averiguar tus antecedentes familiares en los archivos de los mormones, ésos que tienen en Salt Lake City, guardados en una montaña. Creo que tienen una página web, tu pones ahí tus apellidos, el lugar y las fechas y, hala, te sale una ristra de nombres que puedes comprobar, a ver si son de la "famiglia". Vamos, lo mismo que tu abuela, pero por internete. Y a los mormones les agradeces el trabajo de recopilación de fuentes, el diseño de la página "güés" y todo lo demás, mientras que a tu abuela la llamabas plasta. Qué injusta es la vida. Snif.
Si comparas tu, a veces engorroso caso con el de gente que no es o procede de un pueblo, llegas a la conclusión de que tienen una birria de familia. Recuerdo la boda de una amiga mía, hace ya muuuuuuuuchos años: cincuenta invitados. Vaya guarrerida. Cualquier enlace pueblerino que se precie reune un mínimo de trescientas personas (eso cuando no se invita a los niños y, además, te casas con alguien de tu propio pueblo, con lo que la mitad de los invitados son comunes porque, aunque intentes que no, tu flamante esposo será medio pariente tuyo).
Podréis pensar que esto es un coñazo, que tienes que andar con mucho ojo, no vaya a ser que, en una discusión de aparcamiento, llames cabronazo a tu primo o bruja a tu tía cuarta y luego tu madre te monte la bulla por borde (porque se enterará, no lo dudes). Pero también tiene su gracia. Con eso de descubrir que sois medio parientes, la gente se toma unas cañas contigo e, incluso, te invita a merendar (o a comer, o a cenar, o te ofrece catar sus vinillos o pasteles). Creo que ya comenté en una entrada anterior que salir a hacer la compra se convertía en una tarea de larga duración, porque tienes que pararte a echar una cañeja con cuatrocientas personas, casi todas ellas primas tuyas, que parece que eligen salir a la calle a la vez nada más que para encontrarse contigo y comentarte en qué punto de la elaboración de un listado de la parentela (sí, ellos también piensan en hacerlo, no te creas que eres la original) se encuentran.
Pero hay un escollo insalvable: con eso de la endogamia, resulta que la mitad de tus apellidos (yo he llegado a recuperar dieciséis) son el mismo y me dirás tú, cómo sabes si Fredesvindo Pérez es primo tuyo por los Pérez de tu madre, de tu padre o de tu bisabuela Cleta, que también era Pérez de segundo.
Total, que vuelves a casa sin haber resuelto tus dudas, porque no sabes de qué Pérez procede tu tío abuelo y si, en realidad, tus padres se casaron consigo mismos o con unos primos suyos en tercer grado.
En fin, que la magna y loable obra de recomponer la saga familiar, eso que siempre te prometes que, en la próxima reunión, tendrás completo, harás fotocopias y le entregarás a todos y cada uno de tus primos, será siempre una obra inacabada y, cada vez que encuentres a alguien en la cola del pan y te diga "anda, si tu padre y yo éramos primos octavos", tendrás que hacer un nuevo borrón en tu caos genealógico y seguirás sin saber si el tío ese tan guapo es realmente familia y esto será, como de costumbre, un estrés y un sinvivir.

domingo, 16 de octubre de 2011

Que no exagero, palabrita

Aunque Fer, mi concu, no se lo cree, todo lo que os cuento aquí es real como la vida misma y no me invento ni un pelo. Eso que vosotros creéis una exageración que te cagas no es tal, sino una enfatización de los hechos, recurso literario perfectamente legítimo. Pues no faltaba más. Que bastante me cuesta rellenar posts en este blog para que echéis con ellos un ratillo.

Vamos, que me ratifico en mis afirmaciones y  estoy segura de que los niños de nuestra peña sufrirán durante meses hododosas pesadillas en las que se verán perseguidos por varias cohortes de romanos y lo que es peor, tendrán que reconocer públicamente, en el patio del cole, que eran sus padres los que andaban haciendo el merluzo en la plaza. Eso marca y luego induce a que, a su vez, cuando sean más mayores, decidan disfrazarse ellos mismos de cualquier cosa rara (caballeros y princesas, por ejemplo) y ocasionen los mismos traumas a sus hijos, los nietos de la peña. Y todo volverá a repetirse una y otra vez, que ya lo dejó dicho Nietzsche y no le hacemos caso. Así nos luce el pelo.

También, por mucho que algunos penséis que no, había milientos millones de arañas en mi casa. Mamen, mi prima, me ha confesado que idénticos espantos poblaban la suya y que llevaba años guardando un vergonzoso silencio, porque ya sabía que le iban a decir que de qué se quejaba, si sólo eran molinillos. Pues no, coño, eran bichos como tanques de grandes. Tengo que reconocer que no se comieron las albóndigas, pero no porque no quisieran, que les encantan (ahora también me vais a decir que no son carnívoras), sino por falta de abrelatas, que no sé dónde fue a parar el que tenía y, al ir de vacaciones tuve que comprar un par. Fueron otras manos diabólicas las que se llevaron los botes y disfrutaron de su contenido sin ningún tipo de remordimientos. Glotoooooones.

Asimismo, he tenido que convencer a algunas personas, pero no a mi familia, de que tengo un cajón lleno de gafas con las que no sé qué hacer y con las que no veo tres en un burro. ¿Qué pasa, que vosotros tenéis todos vista de lince? A lo mejor es eso, que el gen de la topez se quedó en mi familia y que cuando alguien no sabe qué hacer con sus gafas viejas, en vez de llevarlas a la óptica (para que le hagan un descuento), a la parroquia (para las misiones) o a una ong (para un proyecto de desarrollo), las trae disimuladamente a mi casa y las deja en el cajón (para dar por culo).

Siguiendo con lo mismo: no conozco a nadie que no haya perdido ya varias docenas de calcetines en la lavadora. Por cierto, este verano he conseguido recomponer cinco pares: dos de rayitas, unos rosas, unos negros y unos grises. Y todo por ser paciente. Si huyen en un lavado, tal vez aparezcan al siguiente (o cincuenta coladas después). Vosotros, so impacientes, no lo conseguís. Yo sí, a cambio de tener un montón de calcetines encima del costurero durante meses. Todo tiene su contrapartida. Snif.

Siempre que hay una tortilla sobre la mesa, alguien hace la eterna pregunta “¿tiene cebolla?” y la cosa degenera en una conversación para besugos sobre las grandes ventajas de añadir (o no) la hortaliza de marras. Y yo me pregunto, a ver, por mucho que te guste sólo de patata, ¿qué vas a hacer con catorce kilos de cebollas que tu hermana te ha ido trayendo a lo largo del verano, orgullo de su huerta, buenísimas y – por desgracia- enoooooooormes? Pues echarlas a la tortilla, caray, no vas a ponerlas en el café con leche…

Tampoco puede negarme nadie el infienno de las obras en Madrid y, según comprobé por vuestros comentarios, en cualquier lugar del mundo mundial. Siempre que existe una acera, un potencial agujero se cierne sobre ella, cualquier fachada es susceptible de mantener enoorme andamio y no hay nadie a quien no le siente como una patada en salva sea la parte el consabido rotulillo de “disculpen las molestias”, como si realmente le importara un pito a quien lo pone, si las disculpamos o no, leñe.

Bueno. Pues aunque no os lo creáis aún hay cosas más absurdas en mi vida: una y otra vez me persiguen situaciones surrealistas y no sé si es porque estoy totalmente pallá o si a vosotros os suceden también y lo que pasa es que no os atrevéis a decirlo públicamente en la internete, porque sois un poco copaaardes.… O, a lo mejor, se conoce en todas partes mi congénita memez y la gente aprovecha para hacer el chota delante de mí, con la esperanza de alcanzar la fama en la web sin mover un dedo. Pero qué morrazo, de verdad.

Sin ir más lejos, ¿a vosotros os parece normal que justo el que está delante de vosotros en la cola de las fotocopias pida que le fotocopien un paño de ganchillo? Pues mis ojos gafosos han sido testigos de ello. Encima tuve que aguantarme la risa y, por culpa de mi buena educación, me dio hipo. Bueno, pues cuento la batallita, esperando que la gente se parta el bolo y va una compañera y me dice que le parece lo más normal e incluso me comenta que es la forma más rápida de copiar el diseño, contar los puntos y los huecos y que la lela soy yo, que no sé nada de ganchillo (cierto) ni de fotocopias (ah, nooooo, eso sí que no, llevo años subsumida en fotocopias). Pues vaya plancha.

Vamos, que según esa idea, cuando quiera hacer un pastel, en vez de pedirle la receta a mi cuñada, le cojo uno y lo fotocopio, así veo dónde va la nata, dónde el bizcocho y dónde las guindas. Claro que tendré que hacer una fotocopia en color, que sale más cara.

Y ya puestos, ¿por qué no fotocopiarle la bici a mi hermano? Me valdría para ver si la mía tiene las ruedas con la presión adecuada, si las pastillas de freno están gastadas y si tengo que rellenar el bidón del agua.

En fin, que con una fotocopia podría resolver la mayor parte de mis problemas, sin que me temblara el tupé, ni nada. Ya sabéis, cogeros una fotocopiadora en leasing, que es más barato, y vuestra vida dará un giro de trescientos sesenta grados: es decir, volveréis a estar donde antes, pero sin dinero (os lo habéis gastado en fotocopias), con un montón de papeles inútiles (que tendréis que llevar al reciclaje) y, además, se despelotarán de vosotros, como el chico de la tienda el día del paño de ganchillo, que estaba de espaldas mientras hacía la fotocopia, pero le temblaban los hombros como si le hubiera dado el baile de San Vito. Y yo sin poder reírme, qué asqueroso.

Este extraño episodio de mi vida me proporcionó una sorprendente experiencia: sin una fotocopiadora, no somos nada. Aunque se nos pringuen los dedos con el tóner y se nos fastidie la retina del fogonazo, es menester contar con una en nuestra vida. Pero no es lo único. Estamos llenos de carencias y ni nos damos cuenta.

A ver, ¿a que nunca habéis pensado en la falta que os hacen unas castañuelas? Pues no echéis en saco roto mi advertencia porque, muy probablemente, esa sensación de vacío que a veces os embarga, sobre todo los domingos por la tarde, no se deba a lo birrioso de nuestras nóminas, los largos años de hipoteca, lo grandes que se han puesto nuestros niños y nuestras lorzas… sino a no tener unas castañuelas con las que ocupar los ratos de ocio. Otra vez os creéis que os tomo el pelo, pero no es cierto. ¿En qué pensáis que emplean sus tiempos de espera los taxistas? Pues en tocar las castañuelas en las paradas, al compás de Radio Olé y yo lo vi, palabrita y guardo de recuerdo en el cajón, las gafas con las que lo hice, con la fecha grabada en una patilla. Bueno, esto sí que es mentira, Fernando (lo de la patilla grabada), pero te prometo que lo vi, mientras esperaba el autobús. Ahí sí que pude descojonarme a base de bien, con la complicidad de una señora que, al igual que yo, se frotaba los ojos (ella no llevaba lupones) para asegurarse de que era cierto.

Pues lo mismo que con las fotocopias, comento el asunto y mi cuña me dice que, precisamente castañuelas, no podía asegurarme, pero que una vez un taxista se ofreció a amenizarle el trayecto interpretando algunos temas populares con un teclado que llevaba en el asiento del copiloto. Estaba dispuesto, incluso, a atender las opiniones del oyente, así que ella le propuso que interpretara el Porrompompero. Total, tan folklórico como lo de las castañuelas. La pena es que nunca hemos podido saber si se trataba del mismo taxista que, en realidad, era un hombre orquesta que sólo tenía el taxi como hobby. Puede que, ahora mismo, sea el percusionista de la Orquesta Nacional o que interprete los nocturnos de Chopin como los propios ángeles con un piano de cola que lleve guardado en el maletero. Creo que las entradas para estos conciertos ya se venden muy caras y siempre que veo pasar un taxi dudo si el tubo que aparece por detrás es el de escape o pertenece a un órgano del siglo XVIII con el que el conductor, con cara de concentración, interpreta en ese momento los primeros compases de “hacia ti, morada santa”.

Pues, aunque no lo creáis, lo peor no es ser testigo de estas memeces, sino la cara de escepticismo que se les pone a mis colegas cuando se las cuento. Es terrible, de verdad, que no te crean cuando tus atónitos ojos contemplan estas cosas, reales como la vida misma, eso sí que es un estrés y un sinvivir.