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viernes, 23 de septiembre de 2011

Una de romanos

No sé si a vosotros os pasa, cuando leéis un libro, que sentís que cuenta cosas que habéis vivido personalmente y os sentís mogollón de identificados.

Pues no os creáis tan originales, que eso le pasa a todo el mundo. Por ejemplo, ¿quién no ha estado diez años encerrado en la isla de If, con la única compañía de un abate medio grillado? ¿En qué familia no existe la leyenda de un antepasado que se fundió en un casino la herencia de los enriquecidos bisabuelos? ¿Quién no tiene una hermana y una madre leprosas por culpa de un cascote caído, accidentalmente, desde una azotea? ¿Quién no ha conocido a alguien con un apodo tan denigrante como "el Moñigo" o "el Mochuelo" o "el Tiñoso"? Y eso, citando sólo cuatro ejemplos.

Mi última experiencia literaria tuvo lugar hace unos días, durante las vacaciones (snif). Según se desarrollaban los acontecimientos, recordaba claramente a Manolito Gafotas y sus amigos Yihad y el Orejones contemplando, atónitos, cómo sus padres hacen el ridículo en la cabalgata de Reyes,  vestiditos de romanos... Ya os va sonando, ¿verdad?

Trato de imaginar lo que podían pensar los niños de nuestra peña al ver salir a los restos de la XVII legión, Varo incluído, acompañados de Agripina y sus primas, osea, nosotros y nosotras, los adultos (al menos, según el DNI), acompañados de nuestros vasos de libaciones, dispuestos a participar en el desfile de carrozas de las fiestas. Pobrines. Seguro que pensaron: "jodóooooo ¿y tenemos que estar en manos de éstos hasta los dieciocho". Por eso, los chicos forman pronto sus propias peñas: para no tener que soportar la vergüenza ajena de ver a sus padres haciendo el chota.

Y esto es terriblemente injusto porque ¿se han parado a pensar lo complicado que resulta alcanzar el status de ciudadano romano? Obviamente, no.

Lo primero de todo, hacen falta muchas cañas para que se te ocurra, a tus cuarenta y tantos, la peregrina idea de disfrazarte; otras cuantas más para ponerte de acuerdo en el traje y un montón de café para asumir, a la mañana siguiente, que todo sucedió realmente y que, de verdad, te comprometiste a vestirte de mamarracha sin que te temblara el botellín, ni nada. Supongo que te sientes como el que se despierta, tras una juerga, para descubrir que se ha casado, en Las Vegas, con una rubia de bote llamada Stacy. Sólo que éste, en vez de legionario, se levanta vestido de Elvis.

Luego, tienes que tener unos amigos que, voluntariamente, se levantan a las cinco de la mañana para ir a Getafe (¿o era Toledo?) a negociar con unos chinos la compra de cuarenta trajes y se avengan a pagarlos de su bolsillo, que parece que están tratando con una tríada, confiando en que no nos echemos todos atrás y les toque vestir de Marco Antonio y Livia para el resto de sus días (por eso de aprovecharlos). Menos mal que, aunque lelos, somos gente de palabra.

Después, tienes que probarte el trajecito, que la modelo de la foto está tan mona y tú pareces una vaca. Te consuelas pensando "bah, a mis amigas les pasará igual". Qué inocente. Entre que unas conservan un tipo que te cagas, otras se tunean el modelito y otras ambas cosas, tú luces tus doscientos kilos, mientras piensas por qué no elegiste el modelo legionario, que habrías podido camuflarte con el casco. Pero tampoco vale. a los amigos los reconoces, pese a todo, por las gafas bifocales. La ventaja, que pueden ocultar sus patas peludas con las polainas. La desventaja, que hace un calor que te pasas y sudan como gorrinos. Menos mal que el consumo de cervezas ayuda bastante.

Otra cosa mala: ese mismo consumo empieza a hacer mella en nuestros espíritus, despertando en nosotros el deseo de cruzar el Rubicón. Como el desfile transcurre muy lento, alguien propone avanzar en formación de tortuga (ñeñeñeñeñe). La pena es que el disfraz no incluía ni pilum ni escudo (más snif).

Pero nada hace mella en el ánimo de los valientes romanos. Su avance no se detiene, pese a los intentos protagonizados por bomberos (¡no me mojes las gafaaaaaaaas!), tiroleses (¡yodleréiiiiiiii!), piratas (¿tú también, primo mío? Pero si ya no cumples los cincuenta) y otros gremios, a estas alturas, igualmente txuzos. Sólo un tremendo tapón de carrozas, Barbies, jeques árabes y público en general, que impide el acceso a la plaza.

Busco algún policía, entre la nube de peñas disfrazadas, con la esperanza de que ordene el tráfico, pero nada. Es más, mis colegas han desaparecido... Llevándose la cerveza. Cabrones.

Compongo un rostro angelical, me recoloco la túnica y, a falta de agentes del orden, le pregunto a un bombero "¿dónde están los romanos". "Se han metido por el callejón, dicen que van a conquistar las Galias", me contesta, impertérrito. Comprendo que han decidido adoptar una maniobra envolvente, para capturar a todos en la plaza, la Reina de las Fiestas incluída, pero yo me encuentro por el  camino algunos especímenes que podrían resultar hostiles: un templario, otro bombero (¡cuántos bomberos, coño!), dos vikingos... Por fortuna no son agresivos, sólo están meando. Cochíiiiiinos.

Tras saludar a los padres de una amiga, que han conseguido escapar de la trampa tendida por nuestra valiente legión consigo, por fin, llegar a la plaza, con el tiempo justo para reponer la birra y salir en las fotos habituales. Craso error, porque ya no podré negar que era yo la romana gorda de las gafas... Qué desastre, de verdad.

De pronto, alguien da la voz de alarma: ¡Se ha acabado la cerveza! Y los restos de la aguerrida legión, acompañados de las nobles damas, sudorosos, pringosos, un poco zigzagueantes pero siempre invictos, emprenden el camino de vuelta a los cuarteles de invierno, a papear algo y seguir con la juerga.

Lo que me sorprende es que los niños han asistido, con el rostro inmutable, a este despliegue de gilipollez... O la procesión va por dentro y el trauma que les hemos ocasionado sólo podrá desaparecer tras largas y carísimas sesiones de psicoanálisis. Menos mal que no son hijos míos.

Claro que, como podéis imaginar, la guardia muere, pero no se rinde. Los romanos sólo se están tomando un descanso. Ellas, con las túnicas arremangadas, en plan minifalda, ellos, desprovistos de sus polainas, practican innombrables actividades: bailan, comen jamón (mucho jamón), le dan a la birra... Sin pensar que, por la mañana, estarán hechos una mierda y les costará recuperarse el doble que cuando tenían veinte años.

La mañana siguiente, después de haber vivido en tus carnes "una de romanos": eso sí que es un estrés y un sinvivir.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Las vacaciones “no” relajan

Se ponga una como se ponga, las vacaciones no relajan nada. Resulta que te tiras el año entero soñando con ellas porque, desde que te incorporas de las anteriores estás ya hecha polvo, estresada, con sueño atrasado y qué sé yo cuántas cosas más. Haces tropemil planes – que si un viajecito por el Norte, que si visitar no sé qué capital europea, el siempre deseado y nunca conocido Camino de Santiago, que si unos días en el pueblo, para ver a la familia, las fiestas y tal y pascual… - En fin, que parece que, en vez de 22 días hábiles tienes cuatrocientos, durante los cuales el mundo se va a detener para que tú descanses lo que te mereces y, a ser posible, un poco más, que nunca viene mal.

Y la primera en la frente: si quieres irte para el Norte, te toca coincidir con algunos colegas, por eso del ahorro, que la gasolina a escote sale más barata, que así os turnáis a conducir, para no cansaros demasiado, que si la fiesta de la sidra no sé dónde, la del pescado frito en otra parte, la del marisco retozón, la “rapa das bestias”, la romería de San Serenín y pretendes hacerlo todo en cuatro días, con lo que te metes una pana que flipas, acabas con el estómago hecho puches de tanta sidra, tantos peces, tantas gambas y los pies reventados en la romería, tú, que no pisas la iglesia nunca y luego te toca volver a toda pastilla, porque no sé quién sólo tiene tres días, la reserva en la casa rural, que tú creías tan barata y te sale por un pastón se acaba y ya has vuelto y ni te has enterado. Con la maleta llena de ropa sucia y un dolor de pezuñas que tarda tres días en desaparecer. Y aún puedes darte con un canto en los dientes si no has tarifado con alguno de los amiguetes, el siempre indeseable cortarrollos, que se empeñaba en dormir cuando todos queríais salir, que se chuza el día que le toca conducir y que decide que os espera en la casa mientras vais a la romería, que no le gustan esos rollos sacros.

Cuando crees que todo se ha resuelto más o menos bien (es decir, que no has matado a ninguno de tus amigos y que, a pesar de todo, os seguís hablando) llega la fase de las capitales europeas: ¿por qué todo el mundo quiere visitar los sitios más tópicos? Te gastas una pasta para ir a París en plena temporada alta, o te aburres en los garitos de Praga, que a todo el mundo le parecen tan guays y tú estás harta de jazz y lo que te apetece es un buen codillo con cerveza, o te torras viva de calor en Atenas. ¿Por qué no visitar Sofía, por ejemplo, que nadie sabemos cómo es? A lo mejor salen allí más baratas las cañas. Porque, vamos a ver ¿a quién se le ocurre, cuando tienes ganas de 40 grados mínimo, que para eso es verano, irse a ver los fiordos, a pasar frío? Pues nada, al final transiges y visitas algún sitio petado de turistas españoles que van en grupo, cantando el “clavelitos de mi corazón” a voz en grito, mientras tú escondes la cabeza y aseguras ser croata, o letona, para que no te identifiquen con ellos. Que si te quieren tomar por hortera, que lo harán, sea por tus propios méritos y no por el de los viajes organizados.

Cuando vuelves y miras el extracto de la cuenta, te entran ganas de tirarte por la ventana, porque te has fundido el equivalente a la paga extra de un director general. Y vuelves a tener una maleta llena de ropa sucia, seis o siete tarjetas de fotos infumables que nadie va a soportar ver y poquísimo tiempo para hacer coladas, porque te vuelve a tocar salir corriendo, esta vez camino de Santiago de Compostela.
Crees que el Camino de Santiago te vendrá muy bien, porque algún moñas te ha contado lo de la catarsis que convierte a la niña en mujer, al imbécil en sabio y al calvo en melenudo. Encima, como vas a patita y duermes en albergues, puedes dar por sentado que te saldrá barato. Tururú, ilusa. Lo primero, te gastas un pastón en un equipamiento absurdo que es el equivalente a un rótulo de neón en medio de la cara, indicando “soy de Madrid”: unas botarracas que no hay quien las mueva, la súper mochila de pitiflús, efufendo material que repele el agua, el barro, los mocos y a todo el que la mira porque, además de horrorosa, es reflectante y va dejando ciega a la gente que va detrás de ti. Encima, te roza por todas partes y te deja unos ronchones en la espalda que parece que te has restregado desnuda por un campo de aliagas. Luego, descubres lo que pueden llegar a doler unos pies poco acostumbrados a trascar kilómetros y kilómetros. Toda la ropa que llevas en la flamante mochila, después del tercer día apesta y parece que, en vez de un equipaje de peregrino, llevas un queso de Cabrales ahí metido. Los albergues son ruidosos y están llenos si no llegas a destino antes de las once de la mañana, lo que quiere decir que, a tu paso de tortuga, con tus pies llenos de ampollas y tu mochila súperpoblada, debes salir a las dos de la madrugada.  Pues menuda catarsis, coño, que pasas de pardilla a pardilla contusa, agotada y maloliente, todo para cogerte un tren desde Santiago, que ni ver la ciudad puedes, que está llena de gente como tú de despistada, para llegar a casa hecha una mierda y no te has convertido, ni nada. Eso sí, no necesitas separar la ropa para la colada, basta con que metas la mochila entera en la lavadora y, cuando la sacas, poner un anuncio en “Segunda mano” para poder venderla a buen precio lo más pronto posible y olvidarte de este enojoso asunto… Salvo cuando alguien, en los años venideros, hable de hacer el camino y tú, como una hipócrita, se lo recomiendes y le digas que lo pasaste que te cagas y no volviste a ser la misma desde que lo hiciste... Qué cabrona eres.

Vamos, que este año me he dicho que su puta madre va a embarcarse en estas manidas aventuras, que yo me voy a mi pueblo y tan ricamente. Además, como me fundí la pasta en Semana Santa, tampoco me daba ni para un paseo en barca en el Retiro, osea que no había mucho que decidir.
Ya os conté mi lucha sin cuartel contra las arañas cabronas, pues han vuelto, las muy brujas. Cada mañana descubro una nueva tela en lugares insospechados. Pero tengo que aguantar como una jabata, porque todo el mundo se cachondea de mí diciendo que para qué tantos aspavientos, la de Madrid, si son molinillos. Ya, pero de café.

La paz de la vida rural, el reposo y el canto de los pajarillos… sí, esos que te cagan el coche y te toca bajarte al túnel de lavado, porque se corroe la carrocería, quién les pegará un tiro, por favor.
Todo el mundo empeñado en quedar contigo a las nueve de la mañana – o antes- para dar un paseo (“es que luego hace mucho calor”), arreglar la bici (“que a mí más tarde me viene mal”), a preparar la peña para la fiesta (“joder con los de Madrid, no hay quien os saque de la cama temprano”), ir al mercadillo (“que a última hora ya no queda nada interesante”) o lo que se os pueda ocurrir. Y todo ello acompañado de unas cañas o unos vinos o unas porras fritas, que a las dos de la tarde se te traba ya la lengua y estás deseando comer para echarte una siesta… Pero si lo haces te pierdes la partida de mus, o la de dominó o la de lo que  sea, donde siempre haces el ridículo porque esto no es lo tuyo.

Luego llega el momento de “tomar algo” (y qué has estado haciendo todo el día, me pregunto yo) con los coleguitas que trabajan y no pueden hacerlo antes y ver a cuatrocientas generaciones de parientes, en mayor o menor grado, que se interesan por ti, te cuentan que te han visto nacer y se ven en la obligación de informarte de lo mucho que has engordado desde el último año… y tú no puedes decirles que su puta madre también lo ha hecho, y mucho más que tú, porque entonces quedas como una borde.

Luego vienen las fiestas y para qué quieres más, eso es mejor contarlo en otra entrada. Pero el caso es que terminas las vacaciones con los pies llenos de callos, harta de lavar ropa, más gorda, con el hígado para hacer foie gras, la cuenta a cero y totalmente agotada. ¿Esto es descansar? Pues claro que no: esto es un estrés y un sinvivir.