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miércoles, 27 de julio de 2011

Oh, el 3D (¿jaaaaarl?)

    El otro día fui a ver una peli en 3D, os podéis imaginar cuál, ¿verdad? y me sorprendió la gran cantidad de filmes que se exhiben ahora en este formato, palabrita. Parece que cualquier cosa es susceptible de ¿cómo dicen ahora, visionarse? en tres dimensiones. El día menos pensado sacarán una versión de Casablanca y las chicas conseguiremos que Bogart nos pegue un muerdo y que rabie la Bergman. No estaría mal, no. Pero me imagino la carrera de cuádrigas de Ben Hur, la cabalgada de La diligencia, la madre de Bambi  huyendo por el bosque, qué se yo, nuestros grandes clásicos subsumidos en ese indignante sistema y se me ponen los pelos como escarpias. Qué horror.
    Y la cosa va a más, ahora mismo, todas las multisalas tienen, al menos, un par de títulos tridimensionales para que, supuestamente, interactuemos con la pantalla y redescubramos el enorme potencial lúdico del séptimo arte. Encima, puedes elegir butaca vibratoria, con lo que la horterada tesnológica  cobra, además, cierto matiz sexual completamente inapropiado para que las familias disfruten de una tarde de domingo, cochinillos. Como aquella cosa que estaba de moda en los setenta y se llamaba sensorround  o algo parecido, pero a lo bestia. Creo que una de las primeras cosas que se estrenaron en España en este sistema fue Terremoto y mi primo Jorge aseguraba que consistía en ver cómo San Francisco se venía abajo entre estertores, mientras un acomodador, escondido debajo de tu asiento, le pegaba unos meneos de espanto. Claro que yo no vi Terremoto en estreno, porque era para mayores de catorce y entonces te pedían el carnete en la puerta del cine. Sí vi, en cambio, Galáctica, con lo que me vibraba el culo cada vez que las naves de Cylon iniciaban un ataque... Como que me pasé toda la proyección intentando encontrar al acomodador ése que decía Jorge y, al final, me quedé sin saber si llegaban o no a la Tierra. La duda me corroe desde entonces. Snif.
    Creo que mi primera experiencia con el genuino 3D fue cuando tenía unos diez años y mi súper amiga Belén me prestó un curioso artilugio: eran una especie de prismáticos rojos, en los que podías insertar unos discos de cartón que tenían un montón de diapositivas, del tamaño de una de mis uñas (y las llevo cortas, si no, de qué iba a escribir yo a estas velocidades). Con una palanquita que tenía en un lado hacías girar el disco y las fotitos se veían, digamos, gorditas, más que tridimensionales. Así conocí la historia de la cursi de Rizos de Oro y cómo le cayeron treinta años por allanamiento de morada, vandalismo y delito ecológico por causar estrés a una especie en peligro de extinción.
    Dado que el argumento no era muy interesante, que se diga, y que Belén no tenía más cuentos que ver con el aparatejo, no volví a tener noticias de esta tésnica  hasta que, un par de años después o así, se estrenó en el cine una versión de Tiburón, según oí, de las que "había que ver con gafas", lo que me provocó cierta perplejidad, ya que yo siempre veo el cine con mis enormes lupos y, sin ellos, definitivamente no veo nada...
    Me parece que mi hemmano sí que vio aquello, pero yo, que en aquellos tiempos de adolescente, quizá hubiera soportado que un escualo de pega le mordiera el culo, no le oí ningún comentario que se haya grabado en mi memoria, salvo, tal vez, algo relativo a unos corales que salían al principio. En fin, nada del otro jueves.
    Eso me lleva a uno de los temas centrales de mi discurso de hoy (y ya me vale, que llevo varios kilómetros escritos), ¿qué sacamos, realmente, del 3D? Pues, como de costumbre, puedo poneros tropemil ejemplos, todos ellos desagradables:
    Uno, que un tiranosaurio te ruja en la cara. Me parece que eso fue lo que le pasó a mi sobrinilla en un documental, supuestamente educativo. Torturadores, que sois unos torturadores, la pobre chiquilla acogotada...
    Dos, que ese mismo tiranosaurio, o quizá algún pariente suyo, te babee o te eche mocos o cualquier otro pringue por el cogote, cájco, como en Viaje al centro de la tierra.
    Tres, que un trilobites te meta una antena por el ojo. Como todos los que había visto eran puros pedruscos, nunca me imaginé que tuvieran antenas, hasta que quedé tuerta por culpa de ellas (bueno, esto es mentira pero, de verdad, me causó una impresión...).
    Cuatro, que una momia se despelote delante de tí, desenrollándose de su venda, como si bailara la danza de los siete velos, sólo para descubrir que los embalsamadores eran unos chapuzas y le dejaron una maceta con geranios pegada al cráneo. Al menos eso estuvo bien, te hacía reir, pero deja la solemnidad de las ceremonias egipcias a la altura del betún y eso no puede ser, con lo que mola.
    Cinco, que cualquier llamarada (y cuánto le gustan a los de los efectos especiales las llamaradas) te queme el flequillo que tantas horas de peluquería te costó. Algunos cines, cuando pasan películas de fuegos, pulverizan con un ambientador que huele a pata de pollo chamuscada. Realismo, lo llaman.
    Seis, que se te caigan las palomitas en medio de cualquier susto y, además de quedarte sin ellas, lo pongas todo perdido y te mire la gente al salir de la sala, como si fueras la guarra del barrio (que, encima, es verdad - más snif -).
    Siete, que una cámara oculta te filme durante la proyección y luego aparezcas en cualquier anuncio de la tele haciendo alguna gilipollez, como intentar coger papelillos que vuelan o similares. Ten por seguro que, pese a la oscuridad, que la mitad de tu cara está tapada por las gafas y la otra por el cartón de las palomitas, alguien te reconocerá y te pondrá en evidencia en todos los foros científicos y laborales ("¿qué va a saber esta merluza de física cuántica, si estaba haciendo el memo, como si espantara bichos, en Cómo entrenar a tu dragón?).
    Ocho, que no te puedas acoplar las citadas gafas especiales a las tuyas propias y, aparte de tener pinta de imbécil, no veas una mierda, con lo que pierdes de un plumazo los diez napos que te costó la entrada y no puedes protestar, porque te dicen que las monturas son anatómicas y que, por tanto, si no te valen no es por su culpa, sino porque tú eres deforme. Encima.
    Nueve, que esas mismas gafas te transmitan la conjuntivitis de cualquier desconsiderado que las usara antes. Pero si son una birria y, encima, te las cobran, ¿por qué no te dejan llevártelas? Por una pura cuestión de higiene, por favor. Seguro que sale más caro comprar las toallitas que te dan para que te las limpies tú.
    Diez, que no puedas contenerte a la enésima vez de oir al de al lado decir "hala, cómo mola" y le metas en la boca un calcetín, para que se calle, el tío te denuncie por agresión y, además de la entrada, perderte la peli, que se te caigan las palomitas y que te hagan devolver las gafas, te toque pagar una multa que te cagas.
    Vamos, que todo son pegas, por mucho que la gente diga que las pelis 3D son la gran apuesta contra la piratería, porque a ver quién hace la estupidez de grabar eso en sala, para que luego no lo puedan ver, porque no tienen las gafas de los cojones, que no sé cómo os gustan tanto a los que no lleváis toda la vida de Dios pegadas a unas.
    El caso es que, si lo pienso bien, llego a la conclusión de que, durante una temporada, seremos capaces de tragarnos cualquier bodrio, únicamente porque nos salpica cualquier porquería desde la pantalla y eso impresiona. Pero, no sé que deciros, si tengo que andar pendiente de sujetarme las patillas de plástico de forma que los cristales especiales coincidan con los míos propios, agarrar a la vez las palomitas y la cocacola con la fuerza suficiente para no soltarlas ante cualquier susto que me pegue y no romper los cartones y tirármelo todo encima, sortear bicharracos voladores, flechas y otras armas arrojadizas, reprimir un mira tú, qué original ante cada comentario sobre lo que mola y que casi puedes tocar lo que sea y, además, no poner cara de estar siendo atracada en Sierra Morena cuando pago la entrada, el 3D deja de ser una buena forma de pasar una tarde entretenida para convertirse en un estrés y un sinvivir.

sábado, 2 de julio de 2011

Pues no disculpo las molestias, coño

Bien dicen los que visitan Madrid que, cuando nuestros políticos encuentren el tesoro, quedará la ciudad de lo más coquetona. Supongo que algo tendrá de verdad, aunque yo creo que ese célebre tesoro  tan cacareado es como el asunto de Eldorado, una vil excusa para hacer el chota por la selva... o, en este caso, por el centro.
Cuentan que, en tiempos de Muhammad II, los madrileños eran más listos y cuando se plantearon la posibilidad de soterrar la antigua calzada romana, para que el trasiego de mulas, caballos y borricas no molestara a  los residentes del barrio de Palacio, tras un pleno municipal pelín tenso, decidieron que bah, que lo hagan los cristianos cuando lleguen. Y así consta en las actas sólo que, como estaban en árabe y, además, no se han conservado, no se ha enterado nadie. Menos mal que estoy yo para ilustraros (aquí sonoros aplausos).
Pero cuando llegaron los cristianos, sólo de pensar que tenían que buscar los miliarios, que a saber dónde andaban ya, para delimitar qué parte de la obra debía acometer el concejo de Madrid y cuál el de Segovia, pensaron uh, qué lío, mejor inauguramos la legislatura reconstruyendo la muralla, qué es más fácil y sale más baratillo y valdrá, en un futuro, para que Clavijo se tire el moco en Samarcanda. Ahí empezaron los problemas.
Cuando los labradores trataron de cruzar el Manzanares aquella tarde, se encontraron tapiado el camino por fermoso muro de pedernal, con el consabido cartelillo: TRAVAIAMOS POR LA VUESTRA SEGURIDAD. DISCULPADES LAS MOLESTANÇAS; y al pobre San Isidro le tocó caminar varias leguas (largas e cortas) para poder departir con don Juan de Vargas. Sus hagiógrafos registraron sus pensamientos durante la caminata: Aquestas faraónicas empresas e fazañas traerán grandes cuitas al noble pueblo de Magerit.
Sabias palabras (snif) que algunos recordarían siglos después, cuando se construyó la iglesia de los Jerónimos y tocó, de nuevo, a los sufridos madrileños saltar entre barro y cascotes a mayor honor e gloria del rey e la reyna, nuestros sennores. Como siempre, disculparon las molestias y así les lució el pelo, que se tuvieron que tragar tan horroroso edificio per saecula. Por si no fuera ya bastante soportar las obras.
¿Que queréis más ejemplos? Pues hay tropemil:
Poner monísima la Plaza Mayor supuso a los vecinos de la villa y corte no poder comer bocatas de calamares en el Brillante durante el tiempo que se tardó en apañar los soportales y despedirse de las tapitas de la Cava Baja, porque al montar la escalera del Arco de Cuchilleros hubo que repetir dos escalones, que salían torcidos. Encima.
Tiempo después acaeció que, entre tanta obra, calles cortadas y demás puñetas, los bomberos, que por aquel entonces trabajaban con botijo en vez de manguera, no pudieron llegar a tiempo a apagar el fuego del Alcázar (si se hubiera soterrado la calzada...), lo que ocasionó varios decenios más de obras, para edificar el nuevo Palacio Real, durante los cuales nadie pudo veranear en Extremadura - porque estaba cortado el Camino, también Real - y se agotaron las existencias de pimentón de la Vera, con grandes daños colaterales en la floreciente industria del chorizo.
Durante el reinado del mejor alcalde de Madrid varias ancianitas sufrieron contusiones al tropezar con los bloques de granito preparados para levantar la Puerta de Alcalá (ESTRAMOS EMBELLECIENDO TODO PARA EL PUEBLO, ASÍ QUE NO HAY MOLESTIAS QUE DISCULPAR, SO DESAGRADECIDOS).
Y la cosa siguió y siguió, porque un reciente estudio sostiene que "La carga de los mamelucos" representa, en realidad, una cotidiana escena de caos circulatorio en la Carrera de San Jerónimo, a raíz de unas obras en la iglesia de la Santa Cruz. Goya era un genio.
Total, que Madrid y obras pueden considerarse términos sinónimos y bien lo entendió el rey Plazuelas (ESTAMOS DEMOLIENDO RUINAS PARA "VÔTRE" SOLAZ. "DESOLÉ" - HICS-).
Mucho tiempo después, la Guerra Civil lo dejó todo roto, lo que ocasionó largas, larguísimas obras aunque, como de costumbre, no se hizo todo lo que hacía falta y, también como de costumbre, mucho de lo que se hizo, no hacía realmente falta.
El caso es que, tras esta panorámica de un milenio, compruebo que las obras siguen en los Madriles, el tesoro no ha sido aún encontrado y todavía, se supone que tengo que poner buena cara cuando el tráfico está cortado, aparcar prohibido por la presencia de un gran contenedor, las escaleras mecánicas en revisión, las estaciones del metro en ruinas, las aceras salteadas de zanjas... todo a la vez, porque al fin y al cabo, porne que DISCULPEN LAS MOLESTIAS. Pues no, coño, no las disculpo, porque esto es un estrés y un sinvivir.