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viernes, 16 de diciembre de 2011

Los semáforos inteligentes están leyendo a Kierkegaard

Resulta que hoy me ha llevado casi media hora salir de Alcalá, porque absolutamente tooooodos los semáforos que me he ido encontrando (aproximadamente ochenta y cinco mil) estaban en rojo. Eso y las varias decenas de rotondas, convierten el tráfico complutense en un ejercicio práctico de oposiciones para una plaza en un psiquiátrico. Lo curioso es que en ninguno de los malditos artilugios había nadie cruzando, así que supongo que se habrán cerrado al alimón, por una especie de solidaridad gremial o porque el primero ha avisado "ojo, que va la petarda esa de las gafas" y han decidido, entre todos, darme el día. Yo se lo agradezco, que conste (¿qué sería la vida sin retos?) pero, palabrita, es para enervar a cualquiera. Menos mal que me tomo las cosas con calma (los denuestos, rebuznos y blasfemias no cuentan) y me da igual tardar cinco minutos que siglo y medio (así tengo más tiempo para tararear tonterías, que luego nunca estoy a solas y no puedo).
Pero como, ya sabéis, no soy capaz de estarme quietecita y a mi rollo, he venido todo el camino pensando en la historia de los semáforos inteligentes y he llegado a la conclusión de que no tengo muy claro si son muy listos, pero cabrones, o todo es una mentira y son gilipollas del culo pero aún no nos hemos dado cuenta.
¿Os acordáis cuando empezaron a aparecer en las ciudades los que te pedían que les avisaras para cerrarse? Qué ilusión nos hacía ver esos malignos cajetines con la estupenda frase "peatón pulse", que cambiaba por la más fermosa aún "espere verde" cuando le dabas al botón. La pena es que a mí nunca me tocaba pulsar el botoncillo de marras, por eso de ser la pequeña. No recuerdo cuál de mis hermanos mayores lo hizo por primera vez... Y digo que no lo recuerdo, porque no hemos vuelto a verle desde entonces. Probablemente siga allí, junto al paso de peatones, esperando que el monigotillo se ponga verde para cruzar, quién sabe a dónde. Así que, si pasáis por algún sitio regulado por uno de estos apestosos artefactos y veis a un anciano decrépito, esperando incansable, lo mismo es de mi famiglia.
Y es que, en vez de "espere verde", el mensaje de retroalimentación debía decir "y jódete, tonto'l haba" porque, de verdad ¿alguna vez habéis podido, realmente, "esperar verde"? Si tienes cuatro o cinco horas para atravesar la calle, pues bueno, pero claro, eso no suele ser lo habitual. Ya sé que, cada vez con más frecuencia, se está oyendo hablar de personas que insisten, pese a lo ajetreado de nuestro mundo, en llevar una vida tranquila y relajada. Ellos quizás podrían esperar para cruzar de nueve a doce pero, normalmente, esta gente admirable vive en el campo, donde no hay semáforos y lo único que hacen es esperar a que pasen unas cabras y eso es muchísimo más ameno que poner cara de idiota mientras aguardas, con la vista fija en la luz verde para los coches, a que cambie de una puñetera vez.
Todo este rollo es para que entendáis por qué están todos los semáforos con temporizador vacíos (porque los que le dieron al botón murieron ya de viejos o porque decidieron que tardaban menos en llegar a destino dando la vuelta por Sebastopol o porque, los muy incívicos, cruzaron a la carrera), pero tú te tienes que parar igualmente, que si no la lías.
Otras veces pienso que los han activado algunas madres, a las ocho y media, cuando llevaban a los niños al colegio, con la esperanza de tenerlos preparados a la hora de comer. Incluso, hay una leyenda urbana que dice que, para cruzar por las mañanas, hay comunidades de vecinos que se turnan para darle a los botoncillos a las once de la noche y así, a la hora punta, están cerrados, ellos cruzan y los conductores nos cagamos en sus muelas. Esto sí que es aterrador y no lo de la muerta de la curva...
Pero aquí no acaba la pesadilla de los semáforos inteligentes: también estan los que empezaron a poner en los ochenta, con ruidillos para ayudar a los invidentes. La primera vez que vi uno de éstos fue en Soria y una amiga mía, tan despistada como yo, me dijo "por ese cruce acaba de pasar un camión de pollos". Y las dos convencidas de que la ciudad del Duero había sido tomada por las gallináceas. Pero, claro está, no era eso.
Con el paso del tiempo fui viendo más y más de esos cacharros. Sé que han sido de gran ayuda para los ciegos pero, de verdad, ¿no os pone de los nervios estar oyendo gallinas cacareando, cada vez más deprisa, mientras tú tratas de llegar al otro lado arrastrando el carro de la compra, la bici del niño, vuestra anciana madre o cualquier otra impedimenta (todo sea dicho con el máximo respeto, que conste)? Y el semáforo "guañaguañaguaña", cada vez más deprisa, hasta que le da como tos ("guaña, guaña, guaña") y tú sigues sin cruzar porque se te ha enganchado el carrito en una rejilla del metro y juras en arameo o cualquier otra lengua antigua que te mole.
Y yo, como soy lela, encima me pregunto "¿por qué tengo ¿que esperar quince o veinte años a que se ponga en verde, si luego sólo me dejan cuatro nanosegundos para cruzar?". Aún no he recibido respuesta (snif).
Para tocar aún más las narices, puedes tener uno de esos que, en una dirección, están fijos en rojo y en la otra, con la lucecilla ámbar que, cuando eres conductor, significa "paso" y cuando eres peatón, significa "qué cojones, paso yo" y te tiras media hora, jugando al escondite inglés con el coche que viene, que si me muevo yo, que si lo haces tú, que si te hago señas para que pases, que si yo te las hago a tí y, al final, cuando decidimos pasar, ambos a la vez, el disco se ha cerrado y el tío del otro lado, que llevaba media hora esperando como un cabrón, se larga haciéndote gestos emotivos asín, con la manita. De verdad, ¿habéis calculado cuál es el tiempo real que tenéis para cruzar y cuál el que pierde el tipo del otro lado, esperando en el coche? En el primer caso, dos o tres milésimas (en los de larga duración); en el segundo, varios decenios. Por eso dicen que, en España, la población envejece, porque lo hacemos esperando en los semáforos.
Al final, me quedan unas cuantas dudas:
- ¿Están todos los semáforos en ámbar porque no han sido capaces de sincronizarlos? Argumento que ya he escuchado en más de una ocasión.
- ¿Hay cámaras ocultas con las que algún sádico se descojona viéndonos esperar horas y horas para cruzar en los semáforos de botón?
- ¿A nadie se le ha escapado el perro, persiguiendo unos inexistentes pollitos tartamudos?
- ¿Debemos esperar, en el futuro, más gilipolleces - y más gordas - de este tipo?
En realidad, no puedo contestar con seguridad a ninguna de estas cuestiones pero, os aseguro, intentar recorrer las avenidas de Alcalá se convierte, tanto para coches como para peatones, en un estrés y un sinvivir.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Apúntate a la dieta del bacon y la cerveza (al menos, estarás segura de los resultados)

                

                Llevo varios meses oyendo por ahí cantar las excelencias de uno de esos regímentes totalitarios que, sin ser políticos, amenazan gravemente la estabilidad del mundo occidental como lo conocemos. Me refiero, claro está, a la Dieta Dukan de las Narices.
                  Resulta que, como ya sabéis, ando por el mundo totalmente despistada y no me había enterado de las grandes maravillas que ha obrado en los cuerpos orondos de nuestros amigos y vecinos, que ahora mi peña parece la Pasarela Cibeles. Ya lo había comprobado, con motivo de la exhibición romana, cuando casi me caigo de culo al ver que, con la túnica, parecía una musa de Botero (el pintor) pero pensaba que era cosa de las costuras del traje, que estaban mal hechas. Ilusa (yo, claro).
                El caso es que un día me voy a cotillear a la FNAC y me encuentro toda una hilera de libros que se titulan “Estoy hecha una morsa”, digo “No consigo adelgazar” y pienso, “pues hijo, como todos, tampoco da para escribir una novela”. Porque pensaba que era uno de esos libros escritos por periodistas en plan denuncia…
                Como la portada no tenía una fotografía de alguien enormemente gordo escoltado por la policía, comprendí que no debía ser una novela de intriga, sino uno de esos manuales de autoayuda, como los de “Dejar de fumar está tirado, es que tú eres tonto” o el de “Si no te has convertido en súper jefe en un par de días es que no tienes remedio” y ya no os cuento, los de “Siempre consiguen venderme productos absurdos por teléfono”, “Me arreglo yo misma el pelo… y así me luce” y otros muchos que no menciono, porque no me sé el título (tampoco los que os digo me los sé, pero podrían ser verdad, ¿a que sí?).

                Recordé que hace unos años, veías a todo el mundo en el metro leyendo una especie de melopea que se llamaba algo así como “¿Quién se ha llevado mi queso?”, que yo creo que debió tener tanto éxito como “El código Davinci” o “La sombra del viento”. Sólo que en los dos últimos era fácil averiguar quién era el asesino (el mayordomo, ¿quién si no?), pero en el del queso, pensabas que era el ratón de la portada, lógicamente, el que se había comido el queso del título (¿manchego, de bola, cabrales?). Pues no, resulta que eran unas técnicas “originalísimas” para convertirte en un buitre en tu trabajo, conseguir el premio de “empleado del mes” y ser el compañero más odiado en todos los foros sociales. Una pena, con lo que me gusta el queso…

                Total, que como hace años que he decidido que mi focosa condición (o mi natural frondoso, como ya expliqué en otra entrada) es un rasgo definitorio de mi personalidad, no le hice ni puñetero caso a los librillos esos y me compré, en cambio, un mamotreto la mar de divertido sobre lo mal que olía Londres en el siglo XIX (el “gran hedor”, lo llamaron, qué ajco, a lo mejor fue a consecuencia de un queso...).

                Y, de repente, empiezo a oír por todas partes que un tal Dukan se está llevando los kilos de todas mis amigas y parientes y alguien me cuenta que el libro que yo vi es el que explica la famosa dieta. Entonces me pregunto, “¿cómo sigo yo hecha un tostón, mientras todos a mi alrededor se han convertido en figurines?”. Interrogo a unos y a otros y encuentro las respuestas de siempre, a saber:
-          Respuesta modelo número 1: es una maravilla de régimen y pierdes once mil kilos por segundo. Además es facilísima de seguir, no pasas nada de hambre, haces amigos en internete y tu vida se convierte en un lecho de rosas. Para colmo, cuando lo terminas estás buenísima, todos te admiran y follas como una posesa con tíos de belleza casi sobrenatural.
-          Repuesta modelo número 2: es potencialmente mortal, el gobierno esconde cientos de casos de personas que han fallecido entre estertores y ruidosos regüeldos. Si consigues sobrevivir a tamaño desatino te genera, a medio y largo plazo, tiña, espondilitis y cara de culo y, tarada de por vida, no podrás solicitar ninguna indemnización ni tramitar una pensión por incapacidad, porque está tipificada como producto venenoso;
-          Respuesta modelo número 3 (o “lo que diría el doctor Grande Covián”): no vale pa ná de ná, las dietas milagro no existen y encima te han soplado 20 napos por el libro (bueno, no sé lo que vale, que conste), para que, al final, llegues a la conclusión de que sólo se adelgaza comiendo menos.

Nada de esto me aclaró, en realidad, qué cojones es la tal Dieta Dukan. Una compañera de trabajo cuando, al salir a desayunar le dije al camarero que me pusiera bacon, porque era jueves (sí, soy así de vulgar, cada día de la semana desayuno una cosa distinta y los jueves toca bacon) va y me suelta “ah, veo que has leído el mismo libro que yo” y yo le pregunté “ah, ¿tú también te has enganchado a Juego de tronos?” y ella me miró con cara de “¿jaaaaaaaaaarl?”, así que supuse que no era ese libro.
             Total que al final, como siempre, es la familia la que te ayuda en tus momentos más difíciles y han sido mis fermosos hermanuelos los que me han explicado en qué consiste el régimen del señor éste. Que hay que comer sólo proteínas durante una pequeña temporada, así adelgazas. Luego, vas volviendo “moquito a moco” a comer hidratos de carbono, hasta que sólo dedicas un día a las proteínas. Después recuperas una alimentación normal y luego, si te ves una mañana más gorda, pues haces un día de proteínas y otra vez puedes enfundar tus orondas nalgas en una talla 38.

Pero ya sabéis que yo entiendo las cosas a mi manera. Me he puesto súper contenta, pensando que, con este sistema, debo empezar a comer bacon todos los días, para cubrir el aporte de proteínas que Dukan requiere. Después de una semana así, podría empezar, paulatinamente, a introducir hidratos en mi menú y ¿qué mejor que unas cervezas? De forma que, en el plazo de unos meses, podría alcanzar el equilibrio que supone tomarte una caña y un montadito de panceta para conservar la línea.
Dicen que todos los principios son difíciles, pero me temo que, en pocos días, no podré ni agacharme a atarme los cordones de las zapas y volveré a creer que todos mis vaqueros han encogido. Además, cuando me toque el reconocimiento médico del curro, me dirán que tengo el colesterol alto y que he alcanzado el siempre honroso grado de “obesidad en grado  siete” o “formato mesa camilla”. También preveo que, los primeros días de sólo hidratos, podré estar pelín txuza, con tanta cerveza y sin comer. Pero creo que, a la larga, mis sacrificios se verán recompensados y luciré mi cinturita de avispa por doquier. Así, el próximo año, propondré que nos disfracemos de gladiadoras o cualquier otra cosa que deje las carnes al aire y rabiarán todas mis amigas. El mundo será un lugar mejor y el Getafe ganará la liga…
Pues no, como podéis imaginar, me he equivocado (snif). Resulta que sólo puedes comer las proteínas coñazo (pavo desgrasado, seitán a la plancha y yo qué sé qué más guarreridas), todo ello cocinado sin grasas, en piezas magras y, por supuesto, muy pequeñitas. Pues vaya mierda, para eso sigo los consejos del doctor Grande Covián…
                Encima, me llegan noticias de quien está sufriendo en sus carnes los efectos de tan draconiano régimen: seiscientos gramos de más la semana pasada… Pues hay que joderse, después de llevar un mes comiendo tofu en salsa de agua.
                Absolutamente deprimida al conocer los sufrimientos de mis seres queridos, decido pedirme un montado de torreznos y un botellín, para eso es jueves (o no).
                Sigo igual de frondosa, o quién sabe si más, pero creo que, no importa cuáles sean sus resultados, seguir la dieta Dukan, y habéis podido comprobar que lo hago a rajatabla, no sólo no me adelgaza, sino que es un estrés y un sinvivir.

lunes, 31 de octubre de 2011

Oh, la "famiglia"

Más de una vez he escuchado decir, a algún amigo y/o compañero eso de "mañana no puedo, que tengo comida familiar" y lo dicen como si quedar a echar un ratillo con la parentela fuera uno de esos horrores inevitables, como la visita anual al ginecólogo. Luego les preguntas y resulta que su clan familiar se compone de una abuela, los padres, un hermano o hermana, el correspondiente cuñado y un par de sobrinos petardos. Y yo me pregunto, ¿cómo se tomarían los eventos familiares si tuvieran, como yo, unos doce mil quinientos parientes? Encima, nos encanta quedar a marujear, aunque no podamos hacerlo a menudo. Vamos, que somos tipos familiares. Pero de qué familia. Mi amiga Pauli nos llamaba "la famiglia" y nos imaginaba en una comida campestre, con una enorme mesa de manteles blancos y cien mil niños correteando alrededor.
Sólo mis parientes  en primer grado, entre los que incluyo a los cónyuges de mis tíos, los de sus hijos y los hijos de sus hijos (jodó, parece que estoy armando el arca de Noé) me salen unas setenta personas. Imaginaos lo que es preparar una tarta de cumpleaños, un infienno, os lo digo yo (pero os lo digo de oídas, porque nunca he hecho tartas, ni para mis 70 parientes, ni para nadie, le dejo eso a Leticia, mi sobri, que le salen de puturrú).
Pero ya sabéis lo que pasa en los pueblos, que la familia no abarca únicamente el primer grado, sino que puede llegar hasta el quinto o sexto, a veces. Siempre que pegas la hebra con alguien a quien no conoces, acaba surgiendo la frase esa de "pero si somos medio familia" y resulta que es cierto: su tatarabuela y el cuñado de la bisabuela de tu prima en tercer grado eran primos cuartos. Así que, a partir de entonces, cambias la denominación y "el chico ése con gafas", por ejemplo, pasa a ser "mi primo Alfonso" (o Pepe, o Luis, o Carlos o lo que quieras). Lo que da para que uno de tus colegas te diga: "pero ¿es primo tuyo?" y cuando tú le explicas detalladamente el punto en que coinciden vuestros árboles genealógicos, él (tu amigo) encuentra una rama de la que cuelga una abuela de un primo de su madre y pasa, él también, a ser tío tuyo en segundo grado. En fin, que te da yuyu buscarte un rollete fiestero, no vaya a resultar que des a luz a tus propias primas. Menudo follón.
En fin, que os podéis imaginar, si sólo parientes carnales me salen setenta, en segundo grado puede haber unos doscientos y de la mayoría ignoro que son mi familia... hasta que una conversación de esas que me gustan a mí, con unas cervecitas, me abre los ojos. Y es que soy una ignorantona. A partir de ahora saldré a la calle con un cuadernito y un boli, para ir apuntando. Lo malo es que, para componer toda la genealogía, que seguro que la casa de Alba no tiene tanta gente, voy a necesitar una hoja de papel de cuatrocientos metros cuadrados y, cuando me ponga a dibujarla, la llenaré de pisotones, chicles pegados y quemazos de cigarro. Torpe, que soy una torpe. Además, me faltan datos que no sé cómo completar.
Antiguamente contábamos con unos archivos infalibles: nuestras abuelas. Ellas se acordaban de toooodos los nacimientos, bodas, bautizos, entierros y demás. Lo malo era que aún no se había despertado en tí el interés por los antepasados, pero ellas se empeñaban en contártelos igualmente, con lo que tú huías despavorida, alegando cosas como: "me tengo que ir, que tengo un dromedario en el horno" o "huy, creo que me llaman... en la Patagonia". Y claro, ahora que ya no están, las echas de menos y te has quedado sin saber si el chico de la casa de la esquina, que parece te mira con buenos ojillos, es o no tío tuyo. Pues te jodes, por impaciente.
Ahora puedes intentar averiguar tus antecedentes familiares en los archivos de los mormones, ésos que tienen en Salt Lake City, guardados en una montaña. Creo que tienen una página web, tu pones ahí tus apellidos, el lugar y las fechas y, hala, te sale una ristra de nombres que puedes comprobar, a ver si son de la "famiglia". Vamos, lo mismo que tu abuela, pero por internete. Y a los mormones les agradeces el trabajo de recopilación de fuentes, el diseño de la página "güés" y todo lo demás, mientras que a tu abuela la llamabas plasta. Qué injusta es la vida. Snif.
Si comparas tu, a veces engorroso caso con el de gente que no es o procede de un pueblo, llegas a la conclusión de que tienen una birria de familia. Recuerdo la boda de una amiga mía, hace ya muuuuuuuuchos años: cincuenta invitados. Vaya guarrerida. Cualquier enlace pueblerino que se precie reune un mínimo de trescientas personas (eso cuando no se invita a los niños y, además, te casas con alguien de tu propio pueblo, con lo que la mitad de los invitados son comunes porque, aunque intentes que no, tu flamante esposo será medio pariente tuyo).
Podréis pensar que esto es un coñazo, que tienes que andar con mucho ojo, no vaya a ser que, en una discusión de aparcamiento, llames cabronazo a tu primo o bruja a tu tía cuarta y luego tu madre te monte la bulla por borde (porque se enterará, no lo dudes). Pero también tiene su gracia. Con eso de descubrir que sois medio parientes, la gente se toma unas cañas contigo e, incluso, te invita a merendar (o a comer, o a cenar, o te ofrece catar sus vinillos o pasteles). Creo que ya comenté en una entrada anterior que salir a hacer la compra se convertía en una tarea de larga duración, porque tienes que pararte a echar una cañeja con cuatrocientas personas, casi todas ellas primas tuyas, que parece que eligen salir a la calle a la vez nada más que para encontrarse contigo y comentarte en qué punto de la elaboración de un listado de la parentela (sí, ellos también piensan en hacerlo, no te creas que eres la original) se encuentran.
Pero hay un escollo insalvable: con eso de la endogamia, resulta que la mitad de tus apellidos (yo he llegado a recuperar dieciséis) son el mismo y me dirás tú, cómo sabes si Fredesvindo Pérez es primo tuyo por los Pérez de tu madre, de tu padre o de tu bisabuela Cleta, que también era Pérez de segundo.
Total, que vuelves a casa sin haber resuelto tus dudas, porque no sabes de qué Pérez procede tu tío abuelo y si, en realidad, tus padres se casaron consigo mismos o con unos primos suyos en tercer grado.
En fin, que la magna y loable obra de recomponer la saga familiar, eso que siempre te prometes que, en la próxima reunión, tendrás completo, harás fotocopias y le entregarás a todos y cada uno de tus primos, será siempre una obra inacabada y, cada vez que encuentres a alguien en la cola del pan y te diga "anda, si tu padre y yo éramos primos octavos", tendrás que hacer un nuevo borrón en tu caos genealógico y seguirás sin saber si el tío ese tan guapo es realmente familia y esto será, como de costumbre, un estrés y un sinvivir.

domingo, 16 de octubre de 2011

Que no exagero, palabrita

Aunque Fer, mi concu, no se lo cree, todo lo que os cuento aquí es real como la vida misma y no me invento ni un pelo. Eso que vosotros creéis una exageración que te cagas no es tal, sino una enfatización de los hechos, recurso literario perfectamente legítimo. Pues no faltaba más. Que bastante me cuesta rellenar posts en este blog para que echéis con ellos un ratillo.

Vamos, que me ratifico en mis afirmaciones y  estoy segura de que los niños de nuestra peña sufrirán durante meses hododosas pesadillas en las que se verán perseguidos por varias cohortes de romanos y lo que es peor, tendrán que reconocer públicamente, en el patio del cole, que eran sus padres los que andaban haciendo el merluzo en la plaza. Eso marca y luego induce a que, a su vez, cuando sean más mayores, decidan disfrazarse ellos mismos de cualquier cosa rara (caballeros y princesas, por ejemplo) y ocasionen los mismos traumas a sus hijos, los nietos de la peña. Y todo volverá a repetirse una y otra vez, que ya lo dejó dicho Nietzsche y no le hacemos caso. Así nos luce el pelo.

También, por mucho que algunos penséis que no, había milientos millones de arañas en mi casa. Mamen, mi prima, me ha confesado que idénticos espantos poblaban la suya y que llevaba años guardando un vergonzoso silencio, porque ya sabía que le iban a decir que de qué se quejaba, si sólo eran molinillos. Pues no, coño, eran bichos como tanques de grandes. Tengo que reconocer que no se comieron las albóndigas, pero no porque no quisieran, que les encantan (ahora también me vais a decir que no son carnívoras), sino por falta de abrelatas, que no sé dónde fue a parar el que tenía y, al ir de vacaciones tuve que comprar un par. Fueron otras manos diabólicas las que se llevaron los botes y disfrutaron de su contenido sin ningún tipo de remordimientos. Glotoooooones.

Asimismo, he tenido que convencer a algunas personas, pero no a mi familia, de que tengo un cajón lleno de gafas con las que no sé qué hacer y con las que no veo tres en un burro. ¿Qué pasa, que vosotros tenéis todos vista de lince? A lo mejor es eso, que el gen de la topez se quedó en mi familia y que cuando alguien no sabe qué hacer con sus gafas viejas, en vez de llevarlas a la óptica (para que le hagan un descuento), a la parroquia (para las misiones) o a una ong (para un proyecto de desarrollo), las trae disimuladamente a mi casa y las deja en el cajón (para dar por culo).

Siguiendo con lo mismo: no conozco a nadie que no haya perdido ya varias docenas de calcetines en la lavadora. Por cierto, este verano he conseguido recomponer cinco pares: dos de rayitas, unos rosas, unos negros y unos grises. Y todo por ser paciente. Si huyen en un lavado, tal vez aparezcan al siguiente (o cincuenta coladas después). Vosotros, so impacientes, no lo conseguís. Yo sí, a cambio de tener un montón de calcetines encima del costurero durante meses. Todo tiene su contrapartida. Snif.

Siempre que hay una tortilla sobre la mesa, alguien hace la eterna pregunta “¿tiene cebolla?” y la cosa degenera en una conversación para besugos sobre las grandes ventajas de añadir (o no) la hortaliza de marras. Y yo me pregunto, a ver, por mucho que te guste sólo de patata, ¿qué vas a hacer con catorce kilos de cebollas que tu hermana te ha ido trayendo a lo largo del verano, orgullo de su huerta, buenísimas y – por desgracia- enoooooooormes? Pues echarlas a la tortilla, caray, no vas a ponerlas en el café con leche…

Tampoco puede negarme nadie el infienno de las obras en Madrid y, según comprobé por vuestros comentarios, en cualquier lugar del mundo mundial. Siempre que existe una acera, un potencial agujero se cierne sobre ella, cualquier fachada es susceptible de mantener enoorme andamio y no hay nadie a quien no le siente como una patada en salva sea la parte el consabido rotulillo de “disculpen las molestias”, como si realmente le importara un pito a quien lo pone, si las disculpamos o no, leñe.

Bueno. Pues aunque no os lo creáis aún hay cosas más absurdas en mi vida: una y otra vez me persiguen situaciones surrealistas y no sé si es porque estoy totalmente pallá o si a vosotros os suceden también y lo que pasa es que no os atrevéis a decirlo públicamente en la internete, porque sois un poco copaaardes.… O, a lo mejor, se conoce en todas partes mi congénita memez y la gente aprovecha para hacer el chota delante de mí, con la esperanza de alcanzar la fama en la web sin mover un dedo. Pero qué morrazo, de verdad.

Sin ir más lejos, ¿a vosotros os parece normal que justo el que está delante de vosotros en la cola de las fotocopias pida que le fotocopien un paño de ganchillo? Pues mis ojos gafosos han sido testigos de ello. Encima tuve que aguantarme la risa y, por culpa de mi buena educación, me dio hipo. Bueno, pues cuento la batallita, esperando que la gente se parta el bolo y va una compañera y me dice que le parece lo más normal e incluso me comenta que es la forma más rápida de copiar el diseño, contar los puntos y los huecos y que la lela soy yo, que no sé nada de ganchillo (cierto) ni de fotocopias (ah, nooooo, eso sí que no, llevo años subsumida en fotocopias). Pues vaya plancha.

Vamos, que según esa idea, cuando quiera hacer un pastel, en vez de pedirle la receta a mi cuñada, le cojo uno y lo fotocopio, así veo dónde va la nata, dónde el bizcocho y dónde las guindas. Claro que tendré que hacer una fotocopia en color, que sale más cara.

Y ya puestos, ¿por qué no fotocopiarle la bici a mi hermano? Me valdría para ver si la mía tiene las ruedas con la presión adecuada, si las pastillas de freno están gastadas y si tengo que rellenar el bidón del agua.

En fin, que con una fotocopia podría resolver la mayor parte de mis problemas, sin que me temblara el tupé, ni nada. Ya sabéis, cogeros una fotocopiadora en leasing, que es más barato, y vuestra vida dará un giro de trescientos sesenta grados: es decir, volveréis a estar donde antes, pero sin dinero (os lo habéis gastado en fotocopias), con un montón de papeles inútiles (que tendréis que llevar al reciclaje) y, además, se despelotarán de vosotros, como el chico de la tienda el día del paño de ganchillo, que estaba de espaldas mientras hacía la fotocopia, pero le temblaban los hombros como si le hubiera dado el baile de San Vito. Y yo sin poder reírme, qué asqueroso.

Este extraño episodio de mi vida me proporcionó una sorprendente experiencia: sin una fotocopiadora, no somos nada. Aunque se nos pringuen los dedos con el tóner y se nos fastidie la retina del fogonazo, es menester contar con una en nuestra vida. Pero no es lo único. Estamos llenos de carencias y ni nos damos cuenta.

A ver, ¿a que nunca habéis pensado en la falta que os hacen unas castañuelas? Pues no echéis en saco roto mi advertencia porque, muy probablemente, esa sensación de vacío que a veces os embarga, sobre todo los domingos por la tarde, no se deba a lo birrioso de nuestras nóminas, los largos años de hipoteca, lo grandes que se han puesto nuestros niños y nuestras lorzas… sino a no tener unas castañuelas con las que ocupar los ratos de ocio. Otra vez os creéis que os tomo el pelo, pero no es cierto. ¿En qué pensáis que emplean sus tiempos de espera los taxistas? Pues en tocar las castañuelas en las paradas, al compás de Radio Olé y yo lo vi, palabrita y guardo de recuerdo en el cajón, las gafas con las que lo hice, con la fecha grabada en una patilla. Bueno, esto sí que es mentira, Fernando (lo de la patilla grabada), pero te prometo que lo vi, mientras esperaba el autobús. Ahí sí que pude descojonarme a base de bien, con la complicidad de una señora que, al igual que yo, se frotaba los ojos (ella no llevaba lupones) para asegurarse de que era cierto.

Pues lo mismo que con las fotocopias, comento el asunto y mi cuña me dice que, precisamente castañuelas, no podía asegurarme, pero que una vez un taxista se ofreció a amenizarle el trayecto interpretando algunos temas populares con un teclado que llevaba en el asiento del copiloto. Estaba dispuesto, incluso, a atender las opiniones del oyente, así que ella le propuso que interpretara el Porrompompero. Total, tan folklórico como lo de las castañuelas. La pena es que nunca hemos podido saber si se trataba del mismo taxista que, en realidad, era un hombre orquesta que sólo tenía el taxi como hobby. Puede que, ahora mismo, sea el percusionista de la Orquesta Nacional o que interprete los nocturnos de Chopin como los propios ángeles con un piano de cola que lleve guardado en el maletero. Creo que las entradas para estos conciertos ya se venden muy caras y siempre que veo pasar un taxi dudo si el tubo que aparece por detrás es el de escape o pertenece a un órgano del siglo XVIII con el que el conductor, con cara de concentración, interpreta en ese momento los primeros compases de “hacia ti, morada santa”.

Pues, aunque no lo creáis, lo peor no es ser testigo de estas memeces, sino la cara de escepticismo que se les pone a mis colegas cuando se las cuento. Es terrible, de verdad, que no te crean cuando tus atónitos ojos contemplan estas cosas, reales como la vida misma, eso sí que es un estrés y un sinvivir.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Una de romanos

No sé si a vosotros os pasa, cuando leéis un libro, que sentís que cuenta cosas que habéis vivido personalmente y os sentís mogollón de identificados.

Pues no os creáis tan originales, que eso le pasa a todo el mundo. Por ejemplo, ¿quién no ha estado diez años encerrado en la isla de If, con la única compañía de un abate medio grillado? ¿En qué familia no existe la leyenda de un antepasado que se fundió en un casino la herencia de los enriquecidos bisabuelos? ¿Quién no tiene una hermana y una madre leprosas por culpa de un cascote caído, accidentalmente, desde una azotea? ¿Quién no ha conocido a alguien con un apodo tan denigrante como "el Moñigo" o "el Mochuelo" o "el Tiñoso"? Y eso, citando sólo cuatro ejemplos.

Mi última experiencia literaria tuvo lugar hace unos días, durante las vacaciones (snif). Según se desarrollaban los acontecimientos, recordaba claramente a Manolito Gafotas y sus amigos Yihad y el Orejones contemplando, atónitos, cómo sus padres hacen el ridículo en la cabalgata de Reyes,  vestiditos de romanos... Ya os va sonando, ¿verdad?

Trato de imaginar lo que podían pensar los niños de nuestra peña al ver salir a los restos de la XVII legión, Varo incluído, acompañados de Agripina y sus primas, osea, nosotros y nosotras, los adultos (al menos, según el DNI), acompañados de nuestros vasos de libaciones, dispuestos a participar en el desfile de carrozas de las fiestas. Pobrines. Seguro que pensaron: "jodóooooo ¿y tenemos que estar en manos de éstos hasta los dieciocho". Por eso, los chicos forman pronto sus propias peñas: para no tener que soportar la vergüenza ajena de ver a sus padres haciendo el chota.

Y esto es terriblemente injusto porque ¿se han parado a pensar lo complicado que resulta alcanzar el status de ciudadano romano? Obviamente, no.

Lo primero de todo, hacen falta muchas cañas para que se te ocurra, a tus cuarenta y tantos, la peregrina idea de disfrazarte; otras cuantas más para ponerte de acuerdo en el traje y un montón de café para asumir, a la mañana siguiente, que todo sucedió realmente y que, de verdad, te comprometiste a vestirte de mamarracha sin que te temblara el botellín, ni nada. Supongo que te sientes como el que se despierta, tras una juerga, para descubrir que se ha casado, en Las Vegas, con una rubia de bote llamada Stacy. Sólo que éste, en vez de legionario, se levanta vestido de Elvis.

Luego, tienes que tener unos amigos que, voluntariamente, se levantan a las cinco de la mañana para ir a Getafe (¿o era Toledo?) a negociar con unos chinos la compra de cuarenta trajes y se avengan a pagarlos de su bolsillo, que parece que están tratando con una tríada, confiando en que no nos echemos todos atrás y les toque vestir de Marco Antonio y Livia para el resto de sus días (por eso de aprovecharlos). Menos mal que, aunque lelos, somos gente de palabra.

Después, tienes que probarte el trajecito, que la modelo de la foto está tan mona y tú pareces una vaca. Te consuelas pensando "bah, a mis amigas les pasará igual". Qué inocente. Entre que unas conservan un tipo que te cagas, otras se tunean el modelito y otras ambas cosas, tú luces tus doscientos kilos, mientras piensas por qué no elegiste el modelo legionario, que habrías podido camuflarte con el casco. Pero tampoco vale. a los amigos los reconoces, pese a todo, por las gafas bifocales. La ventaja, que pueden ocultar sus patas peludas con las polainas. La desventaja, que hace un calor que te pasas y sudan como gorrinos. Menos mal que el consumo de cervezas ayuda bastante.

Otra cosa mala: ese mismo consumo empieza a hacer mella en nuestros espíritus, despertando en nosotros el deseo de cruzar el Rubicón. Como el desfile transcurre muy lento, alguien propone avanzar en formación de tortuga (ñeñeñeñeñe). La pena es que el disfraz no incluía ni pilum ni escudo (más snif).

Pero nada hace mella en el ánimo de los valientes romanos. Su avance no se detiene, pese a los intentos protagonizados por bomberos (¡no me mojes las gafaaaaaaaas!), tiroleses (¡yodleréiiiiiiii!), piratas (¿tú también, primo mío? Pero si ya no cumples los cincuenta) y otros gremios, a estas alturas, igualmente txuzos. Sólo un tremendo tapón de carrozas, Barbies, jeques árabes y público en general, que impide el acceso a la plaza.

Busco algún policía, entre la nube de peñas disfrazadas, con la esperanza de que ordene el tráfico, pero nada. Es más, mis colegas han desaparecido... Llevándose la cerveza. Cabrones.

Compongo un rostro angelical, me recoloco la túnica y, a falta de agentes del orden, le pregunto a un bombero "¿dónde están los romanos". "Se han metido por el callejón, dicen que van a conquistar las Galias", me contesta, impertérrito. Comprendo que han decidido adoptar una maniobra envolvente, para capturar a todos en la plaza, la Reina de las Fiestas incluída, pero yo me encuentro por el  camino algunos especímenes que podrían resultar hostiles: un templario, otro bombero (¡cuántos bomberos, coño!), dos vikingos... Por fortuna no son agresivos, sólo están meando. Cochíiiiiinos.

Tras saludar a los padres de una amiga, que han conseguido escapar de la trampa tendida por nuestra valiente legión consigo, por fin, llegar a la plaza, con el tiempo justo para reponer la birra y salir en las fotos habituales. Craso error, porque ya no podré negar que era yo la romana gorda de las gafas... Qué desastre, de verdad.

De pronto, alguien da la voz de alarma: ¡Se ha acabado la cerveza! Y los restos de la aguerrida legión, acompañados de las nobles damas, sudorosos, pringosos, un poco zigzagueantes pero siempre invictos, emprenden el camino de vuelta a los cuarteles de invierno, a papear algo y seguir con la juerga.

Lo que me sorprende es que los niños han asistido, con el rostro inmutable, a este despliegue de gilipollez... O la procesión va por dentro y el trauma que les hemos ocasionado sólo podrá desaparecer tras largas y carísimas sesiones de psicoanálisis. Menos mal que no son hijos míos.

Claro que, como podéis imaginar, la guardia muere, pero no se rinde. Los romanos sólo se están tomando un descanso. Ellas, con las túnicas arremangadas, en plan minifalda, ellos, desprovistos de sus polainas, practican innombrables actividades: bailan, comen jamón (mucho jamón), le dan a la birra... Sin pensar que, por la mañana, estarán hechos una mierda y les costará recuperarse el doble que cuando tenían veinte años.

La mañana siguiente, después de haber vivido en tus carnes "una de romanos": eso sí que es un estrés y un sinvivir.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Las vacaciones “no” relajan

Se ponga una como se ponga, las vacaciones no relajan nada. Resulta que te tiras el año entero soñando con ellas porque, desde que te incorporas de las anteriores estás ya hecha polvo, estresada, con sueño atrasado y qué sé yo cuántas cosas más. Haces tropemil planes – que si un viajecito por el Norte, que si visitar no sé qué capital europea, el siempre deseado y nunca conocido Camino de Santiago, que si unos días en el pueblo, para ver a la familia, las fiestas y tal y pascual… - En fin, que parece que, en vez de 22 días hábiles tienes cuatrocientos, durante los cuales el mundo se va a detener para que tú descanses lo que te mereces y, a ser posible, un poco más, que nunca viene mal.

Y la primera en la frente: si quieres irte para el Norte, te toca coincidir con algunos colegas, por eso del ahorro, que la gasolina a escote sale más barata, que así os turnáis a conducir, para no cansaros demasiado, que si la fiesta de la sidra no sé dónde, la del pescado frito en otra parte, la del marisco retozón, la “rapa das bestias”, la romería de San Serenín y pretendes hacerlo todo en cuatro días, con lo que te metes una pana que flipas, acabas con el estómago hecho puches de tanta sidra, tantos peces, tantas gambas y los pies reventados en la romería, tú, que no pisas la iglesia nunca y luego te toca volver a toda pastilla, porque no sé quién sólo tiene tres días, la reserva en la casa rural, que tú creías tan barata y te sale por un pastón se acaba y ya has vuelto y ni te has enterado. Con la maleta llena de ropa sucia y un dolor de pezuñas que tarda tres días en desaparecer. Y aún puedes darte con un canto en los dientes si no has tarifado con alguno de los amiguetes, el siempre indeseable cortarrollos, que se empeñaba en dormir cuando todos queríais salir, que se chuza el día que le toca conducir y que decide que os espera en la casa mientras vais a la romería, que no le gustan esos rollos sacros.

Cuando crees que todo se ha resuelto más o menos bien (es decir, que no has matado a ninguno de tus amigos y que, a pesar de todo, os seguís hablando) llega la fase de las capitales europeas: ¿por qué todo el mundo quiere visitar los sitios más tópicos? Te gastas una pasta para ir a París en plena temporada alta, o te aburres en los garitos de Praga, que a todo el mundo le parecen tan guays y tú estás harta de jazz y lo que te apetece es un buen codillo con cerveza, o te torras viva de calor en Atenas. ¿Por qué no visitar Sofía, por ejemplo, que nadie sabemos cómo es? A lo mejor salen allí más baratas las cañas. Porque, vamos a ver ¿a quién se le ocurre, cuando tienes ganas de 40 grados mínimo, que para eso es verano, irse a ver los fiordos, a pasar frío? Pues nada, al final transiges y visitas algún sitio petado de turistas españoles que van en grupo, cantando el “clavelitos de mi corazón” a voz en grito, mientras tú escondes la cabeza y aseguras ser croata, o letona, para que no te identifiquen con ellos. Que si te quieren tomar por hortera, que lo harán, sea por tus propios méritos y no por el de los viajes organizados.

Cuando vuelves y miras el extracto de la cuenta, te entran ganas de tirarte por la ventana, porque te has fundido el equivalente a la paga extra de un director general. Y vuelves a tener una maleta llena de ropa sucia, seis o siete tarjetas de fotos infumables que nadie va a soportar ver y poquísimo tiempo para hacer coladas, porque te vuelve a tocar salir corriendo, esta vez camino de Santiago de Compostela.
Crees que el Camino de Santiago te vendrá muy bien, porque algún moñas te ha contado lo de la catarsis que convierte a la niña en mujer, al imbécil en sabio y al calvo en melenudo. Encima, como vas a patita y duermes en albergues, puedes dar por sentado que te saldrá barato. Tururú, ilusa. Lo primero, te gastas un pastón en un equipamiento absurdo que es el equivalente a un rótulo de neón en medio de la cara, indicando “soy de Madrid”: unas botarracas que no hay quien las mueva, la súper mochila de pitiflús, efufendo material que repele el agua, el barro, los mocos y a todo el que la mira porque, además de horrorosa, es reflectante y va dejando ciega a la gente que va detrás de ti. Encima, te roza por todas partes y te deja unos ronchones en la espalda que parece que te has restregado desnuda por un campo de aliagas. Luego, descubres lo que pueden llegar a doler unos pies poco acostumbrados a trascar kilómetros y kilómetros. Toda la ropa que llevas en la flamante mochila, después del tercer día apesta y parece que, en vez de un equipaje de peregrino, llevas un queso de Cabrales ahí metido. Los albergues son ruidosos y están llenos si no llegas a destino antes de las once de la mañana, lo que quiere decir que, a tu paso de tortuga, con tus pies llenos de ampollas y tu mochila súperpoblada, debes salir a las dos de la madrugada.  Pues menuda catarsis, coño, que pasas de pardilla a pardilla contusa, agotada y maloliente, todo para cogerte un tren desde Santiago, que ni ver la ciudad puedes, que está llena de gente como tú de despistada, para llegar a casa hecha una mierda y no te has convertido, ni nada. Eso sí, no necesitas separar la ropa para la colada, basta con que metas la mochila entera en la lavadora y, cuando la sacas, poner un anuncio en “Segunda mano” para poder venderla a buen precio lo más pronto posible y olvidarte de este enojoso asunto… Salvo cuando alguien, en los años venideros, hable de hacer el camino y tú, como una hipócrita, se lo recomiendes y le digas que lo pasaste que te cagas y no volviste a ser la misma desde que lo hiciste... Qué cabrona eres.

Vamos, que este año me he dicho que su puta madre va a embarcarse en estas manidas aventuras, que yo me voy a mi pueblo y tan ricamente. Además, como me fundí la pasta en Semana Santa, tampoco me daba ni para un paseo en barca en el Retiro, osea que no había mucho que decidir.
Ya os conté mi lucha sin cuartel contra las arañas cabronas, pues han vuelto, las muy brujas. Cada mañana descubro una nueva tela en lugares insospechados. Pero tengo que aguantar como una jabata, porque todo el mundo se cachondea de mí diciendo que para qué tantos aspavientos, la de Madrid, si son molinillos. Ya, pero de café.

La paz de la vida rural, el reposo y el canto de los pajarillos… sí, esos que te cagan el coche y te toca bajarte al túnel de lavado, porque se corroe la carrocería, quién les pegará un tiro, por favor.
Todo el mundo empeñado en quedar contigo a las nueve de la mañana – o antes- para dar un paseo (“es que luego hace mucho calor”), arreglar la bici (“que a mí más tarde me viene mal”), a preparar la peña para la fiesta (“joder con los de Madrid, no hay quien os saque de la cama temprano”), ir al mercadillo (“que a última hora ya no queda nada interesante”) o lo que se os pueda ocurrir. Y todo ello acompañado de unas cañas o unos vinos o unas porras fritas, que a las dos de la tarde se te traba ya la lengua y estás deseando comer para echarte una siesta… Pero si lo haces te pierdes la partida de mus, o la de dominó o la de lo que  sea, donde siempre haces el ridículo porque esto no es lo tuyo.

Luego llega el momento de “tomar algo” (y qué has estado haciendo todo el día, me pregunto yo) con los coleguitas que trabajan y no pueden hacerlo antes y ver a cuatrocientas generaciones de parientes, en mayor o menor grado, que se interesan por ti, te cuentan que te han visto nacer y se ven en la obligación de informarte de lo mucho que has engordado desde el último año… y tú no puedes decirles que su puta madre también lo ha hecho, y mucho más que tú, porque entonces quedas como una borde.

Luego vienen las fiestas y para qué quieres más, eso es mejor contarlo en otra entrada. Pero el caso es que terminas las vacaciones con los pies llenos de callos, harta de lavar ropa, más gorda, con el hígado para hacer foie gras, la cuenta a cero y totalmente agotada. ¿Esto es descansar? Pues claro que no: esto es un estrés y un sinvivir.

martes, 9 de agosto de 2011

¿Cuánto pagan las arañas de alquiler (o "La casa con vida propia II")?

Tengo que revisar el contrato de alquiler que tengo suscrito, de la casa del pueblo, con una tribu de arañas enormes y peludas. Aunque, ya sabéis, en los pueblos puedes encontrarte con un monstruo de 40 cms. de diámetro y una melena rizada y turgente, que siempre te dirán: "ya está, la de Madrid, si es un molinillo". Sí, sí, molinillo, pero de viento y lo que tomé por patas son, en realidad, aspas de ocho metros de largo.
A lo que iba. Resulta que las arañas, si no me equivoco, hace tiempo que dejaron de abonarme los recibos mensuales y, como sucede muchas veces en esta vida, han subcontratado parcelas de mi casa a otras arañas amigas y deben estar sacándose una pasta - o un sobresueldo en moscas, yo qué sé - que te pasas. Porque yo recuerdo el mes de octubre, había alguna, pero no solías verlas, salvo que intentaras sentarte en el sofá: entonces, invariablemente, una se te subía por la mano. Probablemente, en lenguaje no verbal arácnido, es una forma de acercamiento y la pobre no quiere más que un poco de calor humano, ver contigo la tele y tal vez - sólo tal vez- llegar a algo más serio. Claro que yo me niego a formalizar ningún otro tipo de relación con las arañas: un alarido, un manotazo y ¡hala! a tomar por culo. La araña de turno comprende mis señales y se retira a rincones oscuros, a rumiar el rechazo y el colega de turno comenta: "mujer, ¡si era un molinillo!" y yo me digo: ¿alguna vez en mi vida he manifestado algún síntoma de querer que se me suba un molinillo por el brazo? ¡Nunca! Pues, coño, ¿por qué insisten?
Pues en diciembre cuando, en teoría, no hay bichos, que se han ido todos a la playa, en una especie de Imserso animal, ahí tenía otra, grande como un plato de los que pone "Recuerdo de Cuenca" y tiene un tópico dibujo de las casas colgadas. Sólo que éste, en vez de las casas, estaba colgada ella misma, de un hilo (dicen que es  tropemil veces más fuerte que el acero, una polla, que con un escobazo te lo cargas) y el mensaje que transmite es más simple y mucho más duro: "Recuerdo que tiengo que limpiar, so guarra".
Obviamente, no limpié, recordad mi anterior entrada sobre este tema. Pero sí pensé en hacerlo, palabrita (snif). Claro que luchar contra el pingüino por la posesión el agua caliente del termo agotó mis fuerzas y ya no fui capaz de nada.
Lo mismo pasaba con la amiga de la viga (que rima y todo), contemplando desde las alturas el mundo, con su empalagosa superioridad, la muy zorra. Sólo se le perdona porque está petrificada, si no se iba a enterar.
En abril, empecé a vislumbrar cierto movimiento, cuando fui a cobrar el alquiler y a revisar las latas de la alacena (por cierto, mi hermana tenía razón, debí mirar mal, porque había albóndigas; digo había porque, seguro, cuando vuelva, ya no habrá, sólo quedarán guisantes y mejillones), pero es como te dicen de las avispas: si no les haces caso, se irán... tururú.
Con motivo de la limpieza veraniega, sí, la que todo el mundo detesta, descubrí el negocio que tenían montado. Resulta que yo tenía localizadas tres: la de la puerta (o plato decorativo), la de la viga (o fósil cuaternario) y la de la ventana (o cortina de acero) y me encuentro, antes de abrir la puerta, una fermosa y tupida tela, con su inquilina acechante, cuatro o cinco adolescentes corretonas recorriendo las maderas que tanto trabajo me cuesta embadurnar de aceite para teca; abro la puerta y seis o siete pandilleras huyen, como si le hubieran robado el bolso al plato decorativo (que, por cierto, ha crecido). En la otra hoja, no ya un plato, un azulejo pero, en vez de "Dios bendiga cada rincón de esta casa", debería leerse "Dios, qué asquerosidad", porque está llena de pelusas, hojitas secas y quién sabe cuántas guarreridas más.
Paso al cuarto de baño, lugar, por lo habitual, despejado, y me encuentro que han montado una piscina cubierta en la bañera. En vez de un patito de goma, este año podría haberme bañado con una viuda negra de goma. Impone más, pero también es más original. Y ¿por qué tiene ahora la ducha dos cortinas? Ah, no, si una es de pringue...
Desde su ubicación en la viga, una especie de mugrienta bolsa hace las veces de su p... madre. Hay que joderse. Pero ¿no estaba muerta? Pues parece que ha revivido y alguno de los realquilados le ha echado un buen polvo. Y tal vez es la segunda generación, porque allá donde meto la escoba, sale una amiga, prima o cuñada, corriendo como una posesa. ¡Iiiiiiiiiiihhhhhhhh!
De la ventana, mejor no hablar, porque una criatura salida, por lo menos, de la mente de Stephen King, me reclama la posesión de la persiana. Faltaría más, si ha engordado, que se busque un piso más grande, vamos, hombre.
Por las exclamaciones que oigo en el piso de arriba, sospecho que mi pobre sobrina, que colabora en la brigada de limpieza, está teniendo encuentros en la tercera fase (es decir, contacto físico entre especies de mundos diferentes). Pero es más valiente que yo, porque su frase más repetida es "jooooo, no se muere", mientras que la mía es "¡aaaaaaaaaaah!" (yo soy más breve y contundente). Tal vez los besugos de los colchones han remontado el río Ungría con la llegada de la primavera o han fallecido, ya podrían haber merendado antes, coño.
Mi hermana parece haber sido la que ha tenido más suerte, no se oyen sus chillidos. O puede que las arañas de la cocina sean tan enormes que se haya quedado muda de espanto. O el pingüino, a falta de pescado (¿será él quién se comió las sardinas en lata?), se haya hecho un revueltillo de artrópodos.
Cuatro botes de insecticida más tarde, parece que el desalojo se ha completado con éxito y ninguna pancarta reivindicativa indica que piensen volver en breve... Pero yo sé que lo harán. En el mes de octubre me encontraré de nuevo las posiciones tomadas (puerta, ventana, viga), no sé si por ellas o por sus primas y desde allí tratarán, otra vez, como el verano pasado, como siempre, de colonizar mi espacio sin pagar el alquiler.
Y yo no tengo nada contra ellas, caray, siempre que se queden fuera. ¿No comprenden que repetir, año tras año, la misma historia y sufrir, una y otra vez, el mismo asco y los mismos sustos, es un estrés y un sinvivir?

miércoles, 27 de julio de 2011

Oh, el 3D (¿jaaaaarl?)

    El otro día fui a ver una peli en 3D, os podéis imaginar cuál, ¿verdad? y me sorprendió la gran cantidad de filmes que se exhiben ahora en este formato, palabrita. Parece que cualquier cosa es susceptible de ¿cómo dicen ahora, visionarse? en tres dimensiones. El día menos pensado sacarán una versión de Casablanca y las chicas conseguiremos que Bogart nos pegue un muerdo y que rabie la Bergman. No estaría mal, no. Pero me imagino la carrera de cuádrigas de Ben Hur, la cabalgada de La diligencia, la madre de Bambi  huyendo por el bosque, qué se yo, nuestros grandes clásicos subsumidos en ese indignante sistema y se me ponen los pelos como escarpias. Qué horror.
    Y la cosa va a más, ahora mismo, todas las multisalas tienen, al menos, un par de títulos tridimensionales para que, supuestamente, interactuemos con la pantalla y redescubramos el enorme potencial lúdico del séptimo arte. Encima, puedes elegir butaca vibratoria, con lo que la horterada tesnológica  cobra, además, cierto matiz sexual completamente inapropiado para que las familias disfruten de una tarde de domingo, cochinillos. Como aquella cosa que estaba de moda en los setenta y se llamaba sensorround  o algo parecido, pero a lo bestia. Creo que una de las primeras cosas que se estrenaron en España en este sistema fue Terremoto y mi primo Jorge aseguraba que consistía en ver cómo San Francisco se venía abajo entre estertores, mientras un acomodador, escondido debajo de tu asiento, le pegaba unos meneos de espanto. Claro que yo no vi Terremoto en estreno, porque era para mayores de catorce y entonces te pedían el carnete en la puerta del cine. Sí vi, en cambio, Galáctica, con lo que me vibraba el culo cada vez que las naves de Cylon iniciaban un ataque... Como que me pasé toda la proyección intentando encontrar al acomodador ése que decía Jorge y, al final, me quedé sin saber si llegaban o no a la Tierra. La duda me corroe desde entonces. Snif.
    Creo que mi primera experiencia con el genuino 3D fue cuando tenía unos diez años y mi súper amiga Belén me prestó un curioso artilugio: eran una especie de prismáticos rojos, en los que podías insertar unos discos de cartón que tenían un montón de diapositivas, del tamaño de una de mis uñas (y las llevo cortas, si no, de qué iba a escribir yo a estas velocidades). Con una palanquita que tenía en un lado hacías girar el disco y las fotitos se veían, digamos, gorditas, más que tridimensionales. Así conocí la historia de la cursi de Rizos de Oro y cómo le cayeron treinta años por allanamiento de morada, vandalismo y delito ecológico por causar estrés a una especie en peligro de extinción.
    Dado que el argumento no era muy interesante, que se diga, y que Belén no tenía más cuentos que ver con el aparatejo, no volví a tener noticias de esta tésnica  hasta que, un par de años después o así, se estrenó en el cine una versión de Tiburón, según oí, de las que "había que ver con gafas", lo que me provocó cierta perplejidad, ya que yo siempre veo el cine con mis enormes lupos y, sin ellos, definitivamente no veo nada...
    Me parece que mi hemmano sí que vio aquello, pero yo, que en aquellos tiempos de adolescente, quizá hubiera soportado que un escualo de pega le mordiera el culo, no le oí ningún comentario que se haya grabado en mi memoria, salvo, tal vez, algo relativo a unos corales que salían al principio. En fin, nada del otro jueves.
    Eso me lleva a uno de los temas centrales de mi discurso de hoy (y ya me vale, que llevo varios kilómetros escritos), ¿qué sacamos, realmente, del 3D? Pues, como de costumbre, puedo poneros tropemil ejemplos, todos ellos desagradables:
    Uno, que un tiranosaurio te ruja en la cara. Me parece que eso fue lo que le pasó a mi sobrinilla en un documental, supuestamente educativo. Torturadores, que sois unos torturadores, la pobre chiquilla acogotada...
    Dos, que ese mismo tiranosaurio, o quizá algún pariente suyo, te babee o te eche mocos o cualquier otro pringue por el cogote, cájco, como en Viaje al centro de la tierra.
    Tres, que un trilobites te meta una antena por el ojo. Como todos los que había visto eran puros pedruscos, nunca me imaginé que tuvieran antenas, hasta que quedé tuerta por culpa de ellas (bueno, esto es mentira pero, de verdad, me causó una impresión...).
    Cuatro, que una momia se despelote delante de tí, desenrollándose de su venda, como si bailara la danza de los siete velos, sólo para descubrir que los embalsamadores eran unos chapuzas y le dejaron una maceta con geranios pegada al cráneo. Al menos eso estuvo bien, te hacía reir, pero deja la solemnidad de las ceremonias egipcias a la altura del betún y eso no puede ser, con lo que mola.
    Cinco, que cualquier llamarada (y cuánto le gustan a los de los efectos especiales las llamaradas) te queme el flequillo que tantas horas de peluquería te costó. Algunos cines, cuando pasan películas de fuegos, pulverizan con un ambientador que huele a pata de pollo chamuscada. Realismo, lo llaman.
    Seis, que se te caigan las palomitas en medio de cualquier susto y, además de quedarte sin ellas, lo pongas todo perdido y te mire la gente al salir de la sala, como si fueras la guarra del barrio (que, encima, es verdad - más snif -).
    Siete, que una cámara oculta te filme durante la proyección y luego aparezcas en cualquier anuncio de la tele haciendo alguna gilipollez, como intentar coger papelillos que vuelan o similares. Ten por seguro que, pese a la oscuridad, que la mitad de tu cara está tapada por las gafas y la otra por el cartón de las palomitas, alguien te reconocerá y te pondrá en evidencia en todos los foros científicos y laborales ("¿qué va a saber esta merluza de física cuántica, si estaba haciendo el memo, como si espantara bichos, en Cómo entrenar a tu dragón?).
    Ocho, que no te puedas acoplar las citadas gafas especiales a las tuyas propias y, aparte de tener pinta de imbécil, no veas una mierda, con lo que pierdes de un plumazo los diez napos que te costó la entrada y no puedes protestar, porque te dicen que las monturas son anatómicas y que, por tanto, si no te valen no es por su culpa, sino porque tú eres deforme. Encima.
    Nueve, que esas mismas gafas te transmitan la conjuntivitis de cualquier desconsiderado que las usara antes. Pero si son una birria y, encima, te las cobran, ¿por qué no te dejan llevártelas? Por una pura cuestión de higiene, por favor. Seguro que sale más caro comprar las toallitas que te dan para que te las limpies tú.
    Diez, que no puedas contenerte a la enésima vez de oir al de al lado decir "hala, cómo mola" y le metas en la boca un calcetín, para que se calle, el tío te denuncie por agresión y, además de la entrada, perderte la peli, que se te caigan las palomitas y que te hagan devolver las gafas, te toque pagar una multa que te cagas.
    Vamos, que todo son pegas, por mucho que la gente diga que las pelis 3D son la gran apuesta contra la piratería, porque a ver quién hace la estupidez de grabar eso en sala, para que luego no lo puedan ver, porque no tienen las gafas de los cojones, que no sé cómo os gustan tanto a los que no lleváis toda la vida de Dios pegadas a unas.
    El caso es que, si lo pienso bien, llego a la conclusión de que, durante una temporada, seremos capaces de tragarnos cualquier bodrio, únicamente porque nos salpica cualquier porquería desde la pantalla y eso impresiona. Pero, no sé que deciros, si tengo que andar pendiente de sujetarme las patillas de plástico de forma que los cristales especiales coincidan con los míos propios, agarrar a la vez las palomitas y la cocacola con la fuerza suficiente para no soltarlas ante cualquier susto que me pegue y no romper los cartones y tirármelo todo encima, sortear bicharracos voladores, flechas y otras armas arrojadizas, reprimir un mira tú, qué original ante cada comentario sobre lo que mola y que casi puedes tocar lo que sea y, además, no poner cara de estar siendo atracada en Sierra Morena cuando pago la entrada, el 3D deja de ser una buena forma de pasar una tarde entretenida para convertirse en un estrés y un sinvivir.

sábado, 2 de julio de 2011

Pues no disculpo las molestias, coño

Bien dicen los que visitan Madrid que, cuando nuestros políticos encuentren el tesoro, quedará la ciudad de lo más coquetona. Supongo que algo tendrá de verdad, aunque yo creo que ese célebre tesoro  tan cacareado es como el asunto de Eldorado, una vil excusa para hacer el chota por la selva... o, en este caso, por el centro.
Cuentan que, en tiempos de Muhammad II, los madrileños eran más listos y cuando se plantearon la posibilidad de soterrar la antigua calzada romana, para que el trasiego de mulas, caballos y borricas no molestara a  los residentes del barrio de Palacio, tras un pleno municipal pelín tenso, decidieron que bah, que lo hagan los cristianos cuando lleguen. Y así consta en las actas sólo que, como estaban en árabe y, además, no se han conservado, no se ha enterado nadie. Menos mal que estoy yo para ilustraros (aquí sonoros aplausos).
Pero cuando llegaron los cristianos, sólo de pensar que tenían que buscar los miliarios, que a saber dónde andaban ya, para delimitar qué parte de la obra debía acometer el concejo de Madrid y cuál el de Segovia, pensaron uh, qué lío, mejor inauguramos la legislatura reconstruyendo la muralla, qué es más fácil y sale más baratillo y valdrá, en un futuro, para que Clavijo se tire el moco en Samarcanda. Ahí empezaron los problemas.
Cuando los labradores trataron de cruzar el Manzanares aquella tarde, se encontraron tapiado el camino por fermoso muro de pedernal, con el consabido cartelillo: TRAVAIAMOS POR LA VUESTRA SEGURIDAD. DISCULPADES LAS MOLESTANÇAS; y al pobre San Isidro le tocó caminar varias leguas (largas e cortas) para poder departir con don Juan de Vargas. Sus hagiógrafos registraron sus pensamientos durante la caminata: Aquestas faraónicas empresas e fazañas traerán grandes cuitas al noble pueblo de Magerit.
Sabias palabras (snif) que algunos recordarían siglos después, cuando se construyó la iglesia de los Jerónimos y tocó, de nuevo, a los sufridos madrileños saltar entre barro y cascotes a mayor honor e gloria del rey e la reyna, nuestros sennores. Como siempre, disculparon las molestias y así les lució el pelo, que se tuvieron que tragar tan horroroso edificio per saecula. Por si no fuera ya bastante soportar las obras.
¿Que queréis más ejemplos? Pues hay tropemil:
Poner monísima la Plaza Mayor supuso a los vecinos de la villa y corte no poder comer bocatas de calamares en el Brillante durante el tiempo que se tardó en apañar los soportales y despedirse de las tapitas de la Cava Baja, porque al montar la escalera del Arco de Cuchilleros hubo que repetir dos escalones, que salían torcidos. Encima.
Tiempo después acaeció que, entre tanta obra, calles cortadas y demás puñetas, los bomberos, que por aquel entonces trabajaban con botijo en vez de manguera, no pudieron llegar a tiempo a apagar el fuego del Alcázar (si se hubiera soterrado la calzada...), lo que ocasionó varios decenios más de obras, para edificar el nuevo Palacio Real, durante los cuales nadie pudo veranear en Extremadura - porque estaba cortado el Camino, también Real - y se agotaron las existencias de pimentón de la Vera, con grandes daños colaterales en la floreciente industria del chorizo.
Durante el reinado del mejor alcalde de Madrid varias ancianitas sufrieron contusiones al tropezar con los bloques de granito preparados para levantar la Puerta de Alcalá (ESTRAMOS EMBELLECIENDO TODO PARA EL PUEBLO, ASÍ QUE NO HAY MOLESTIAS QUE DISCULPAR, SO DESAGRADECIDOS).
Y la cosa siguió y siguió, porque un reciente estudio sostiene que "La carga de los mamelucos" representa, en realidad, una cotidiana escena de caos circulatorio en la Carrera de San Jerónimo, a raíz de unas obras en la iglesia de la Santa Cruz. Goya era un genio.
Total, que Madrid y obras pueden considerarse términos sinónimos y bien lo entendió el rey Plazuelas (ESTAMOS DEMOLIENDO RUINAS PARA "VÔTRE" SOLAZ. "DESOLÉ" - HICS-).
Mucho tiempo después, la Guerra Civil lo dejó todo roto, lo que ocasionó largas, larguísimas obras aunque, como de costumbre, no se hizo todo lo que hacía falta y, también como de costumbre, mucho de lo que se hizo, no hacía realmente falta.
El caso es que, tras esta panorámica de un milenio, compruebo que las obras siguen en los Madriles, el tesoro no ha sido aún encontrado y todavía, se supone que tengo que poner buena cara cuando el tráfico está cortado, aparcar prohibido por la presencia de un gran contenedor, las escaleras mecánicas en revisión, las estaciones del metro en ruinas, las aceras salteadas de zanjas... todo a la vez, porque al fin y al cabo, porne que DISCULPEN LAS MOLESTIAS. Pues no, coño, no las disculpo, porque esto es un estrés y un sinvivir.

miércoles, 15 de junio de 2011

Los convites son un "infienno"

Ya sé que me diréis que este comentario es propio de cortarrollos, aguafiestas, gruñones y otras razas similares, pero dejadme que me explique:
No soy contraria a los convites, ya sean meriendas de cumpleaños, cenas de amiguetes o cafés de parentela, al contrario, me molan mogollón y me apunto a todos... siempre que sea biológicamente posible. Y puntualizo porque, entre otras cosas y con harto dolor de mi corazón, he tenido que renunciar, pongamos sólo tres ejemplos, a un banquete de bodas belga, una merienda campestre en un bosque de la Borgoña y una charla con infusión de té de coca incluida en el Altiplano. Ya me hubiera gustado a mí... Snif.
Pero, aunque me guste tanto acudir a merendolas y otras jornadas eróticogastronómicas, debo reconocer que tienen sus contraindicaciones.
La primera de todas, obvia: cada vez que alguien me convida a un cumple o similares, engordo una media de trescientos cincuenta kilos. Llegas ahí, toda feliz, con tu regalito (si es un cumpleaños), tu botellita de vino (si es una cena) o tus pasteles (si es una "frugal" - jajajá - merienda) y te encuentras la mesa preparada para ciento cuarenta y cuatro invitados (vamos, una "gruesa", por si no bastara contigo). Y tú preguntas, toda candorosa, "¿soy la primera en llegar?" y el anfitrión de turno te dice "si sólo vienes tú"... y le falta añadir "so foca". O no, resulta que sí viene más gente, pero nunca, ni por asomo, tanta como para comerse todo lo que hay preparado.
Porque, vamos a ver, ¿en qué cabeza cabe que haya preparados cincuenta y ocho tipos de entrantes? ¿Es posible que tanto entrante deje espacio al plato principal? ¡Nooooooooo! Que cuando te has comido ya el jamón, el queso, las aceitunas, las patatas fritas, el choricito (normal o a la sidra), las tostaditas con los patés, los pimientos de padrón y todas esas cosas que una encuentra en la tienda de variantes del mercado (¿por qué tantas variedades de aceitunas, me lo queréis decir?), no te queda espacio en el estómago (ni en tu flamante traje nuevo) para la comida principal.
Y ¿dónde coño quedó el civilizado plato único? Que no quiere decir que te dan un plato de plástico y lo vas poniendo hasta los topes de todo lo que pillas, glotona degenerada, sino que sólo te ponen un plato, yo que sé, un filetillo, un pescadito, algo así... Pues no, hay que empezar con los langostinos, hala, treinta y seis por cabeza (y encima, el que da el fiestorro diciendo "por favor, comeos todos los langostinos, que luego se estropean" y tú ves el mar asolado y puesto en tu mesa), dos tipos de salsa como mínimo (más la vinagreta que siempre hace alguien en el último momento, por si alguno no se atreve con la mayonesa). Después un pescadito, que la mitad de la gente se deja, porque no le gusta (ahora se estila decir que se es alérgico, queda más fino, pero no se lo cree ni el Tato) y tú, por no hacerle un feo a tu prima la coja, que hace mucho que no la ves (desde el anterior cumpleaños), hala, hasta mojando barra y media de pan en la salsa.
Crees que es el momento de reventar y, de hecho, vas buscando, como el resto de los invitados, un lugar un poco más amplio para explotar cómodamente, cuando viene la carne. ¿Quién le va a decir que no a las costillitas, las chuletas de cordero, la barbacoa de no sé qué, cuando el marido de tu prima lleva hora y media, como un cabrón, para hacer las brasas. ¡Venga! ¡Once mil calorías más p'al body!
La cosa sigue: muy mal se tiene que dar, para que alguien no saque, de repente, un melón y se empeñe en cortar rajas a diestro y siniestro. Yo me pregunto, en qué momento de mi vida me vio alguien comiendo melón con tanto interés como para dar por seguro que quiero un cacho de un metro de largo, chorreante de babas y pipas.
Consigo escaquearme de él con el viejo truco, que siempre funciona, ya sabéis, "quién fue primero..." digo, "¿qué te gusta más, el melón o la sandía?". No sé, ¿por qué siempre lo del melón y la sandía? Nunca me ha preguntado nadie si prefiero el chorizo a la sidra o la leche merengada pero los otros, como tienen los dos cáscara gorda, pues hala, a empezar una discusión que nadie ha conseguido zanjar desde que, en el Neolítico, se empezó la plantada irracional de melones en Villaconejos y de sandías en véte tú a saber dónde.
Pero claro, la cosa no podía ser tan fácil: quedan los pasteles, o la tarta, o los bizcochos borrachos, o los bombones, o los heladitos o, sí, lo habéis adivinado, un poco de todo, porque el cumpleañero ha pensado que, tal vez, a algunos no les gustara el helado y prefirieran la tarta, a otros no les pareciera bien la tarta y quisieran bizcochos y un bombón... pues eso, que siempre queda hueco para un bombón. Coño.
Tal vez pienses que los cafés son actos sociales más civilizados, pero te equivocas. Hay que preparar la cafetera normal, la de la prima Ifigenia, que es hipertensa, la lechera con leche normal y la descremada, que el primo Etelvino está a régimen (sí, desde el último cumpleaños, no te jode, se pone hasta las asas de pasteles, pero luego quiere la leche descremada...), el té para los fisnos (y no falla, siempre es verde o earl grey, ¡pero si huele a colonia!) y, por si vienen los niños de Amelia, chocolate, de ese clarucho y grimoso que luego nadie se bebe.
Por supuesto, no se acompaña el café con un sencillo plato de aromáticas hojas de menta, qué vaaaaaaa, hay bizcocho de chocolate, galletas de las que te comes a puñados, más bombones, joder con los bombones, hasta  tostadas he llegado a ver yo en algunas mesas. Vamos, que te levantas de la mesa como un Buda, con la tripa llena de café, los dedos pringosos de bombones y nata por todas partes (bueno, eso, a veces, hasta mola).
A todo esto, no he mencionado otro terrible efecto colateral, la barra libre después. No hay merienda sin bebercios de todo tipo, cena sin champán y cubatas y café sin licorcillos y vinitos dulces (si está la abuela... borrachuzaaaaaaaa).
En fin, que cuando eres capaz de rememorar los hechos, si tienes suerte al día siguiente, te encuentras con lo siguiente:
- Tienes los pantalones llenos de pringue, porque se te derritió el helado.
- Lo anterior no es un problema, porque ya no te valen, así que puedes tirarlos.
- Tu colesterol alcanza niveles de libro ("de libro de terror") y tú ignoras por qué, si siempre comes acelgas pescado crudo.
- Te has pasado la noche dando saltos por culpa de la cafeína de los cojones.
- Te huele el pelo a chorizo frito, porque te pusiste junto a la barbacoa a darle palique a tu pobre primo mientras preparaba la comida.
- Tienes una acidez de caballo y alguién más listo o más rápido que tú, se ha llevado el almax.
- También tienes un resacón de caballo y no es porque tu prima te diera garrafón, el motivo es otro, mucho más prosaico: te bebiste hasta el agua de los floreros.
- Encima, tienes que dar gracias, porque la fiesta la organizó otro y no te toca ni recoger todo ese desastre de platos sucios, pringue de cubata y ceniceros apestosos, ni estar ocho días comiendo restos recalentados de sardinas y chuletas.
En fin que, si no fuera porque me lo paso que te cagas, no iría nunca a un convite, porque es un estrés y un sinvivir.

jueves, 2 de junio de 2011

Plastas

No sé vosotros, pero yo tengo un imán especial para los plastas. Allá donde vaya parezco emitir, inconscientemente, en una frecuencia que todos los pelmas, coñazos, petardos y cansinos de, pongamos, un kilómetro a la redonda, perciben sin esfuerzo alguno y claro, acuden a mí en bandadas, como esos estorninos que dejan Rusia "toa cagá" año tras año. Sólo que la que se caga soy yo... en sus muelas.
Mira tú que los superhéroes de la tele tienen poders que molan mogollón: leen mentes, mueven objetos con el pensamiento, vuelan, adivinan el futuro, tienen fuerza sobrehumana... Yo qué sé; ya me podría haber tocado alguno de esos y no esta cruz.
Como todos los que poseen habilidades paranormales, tardé mucho en comprender que todos los petardos se sienten atraídos por mí y fue, de hecho, una amiga, de nombre Belén, como casi todas las amistades de mi infancia, salvo los chicos, quien se percató del hecho. Pero, políticamente correcta ella, no lo llamó "el atractor de coñazos", que sería más propio, sino "don de monjas": porque todas las personas que, sin motivo aparente, surgían de la nada para darme la tabarra y contarme su vida, durante una temporada, fueron monjas, salvo los curas (que también los había).
Y yo, por fiarme de ella, consideré que todo se resolvería, simplemente, manteniéndome lejos del clero y grupúsculos religiosos varios. Ilusa (snif).
Pero claro, la cosa no era tan sencilla. Pronto comprobé, separada de la vida religiosa, que cualquier plasta que estuviera por los alrededores, aprovechaba la menor excusa para ponerme la cabeza como un bombo con sus rollos patateros: las señoras en la cola del pan, los vendedores de klínex en los bares, los despistados en el transporte público (muy cachondo uno que preguntaba por qué puerta sabía, que iba muy pedo y no veía), bucaneros, equilibristas, jefes de consejos de administración, taxistas portugueses (aunque en esta ocasión fuimos cuatro y no yo sola quienes sufrimos el soberano tostón), vendedores de alfombras, comerciales de diversas firmas...
Resumiendo: nombradme cualquier gremio y yo encontraré, al menos, un caso en el que uno de sus miembros me haya dado el coñazo a base de bien. Qué aburrimiento, de verdad.
Aunque, quizá, la situación más surrealista la viví en un trayecto nocturno Madrid-Almuñécar, cuando un bigotudo decidió emplear las tropemil horas de obligada inmovilidad explicándome la técnica de leer el pensamiento mirándole el cogote a la gente. Tócate los cojones. Creí que me daba algo. Lástima que no vengan los autobuses equipados con asientos eyectores para huir o, aún mejor, lanzar al cansino grillado de turno a tomar por culo.
Encima, como no se puede salir indemne de turras semejantes, desde entonces (y ya ha llovido) he contemplado centenares de cogotes, peludos y pelados, con algo de curiosidad y mi mentes se ha llenado de pensamientos absurdos... los míos, que ya sabéis que no estoy yo muy católica.
Menos mal que no me ha dado también por fundar congregaciones (o grupos de investigación, que alguna sugerencia ha habido), dedicarme a la cría del tordo o montar un estudio de arquitectura ecológica post transvanguardista, apoyar a la comunidad gitana brasileña (¿jaaaaarl?), fabricar tooodas las especies del Kalahari en papel, para montar un safari origami (¡socorrooooooo!) o buscar agua en plan zahorí, en vez de beberla embotellada, unirme a la "sociedade dos amigos das vacas mortas" (no recuerdo si se escribía así, cero en gallego), que todo esto (y más cosas) me han cascado en algún momento, aunque puede que no os lo creáis.
Bueno, vale, ya sé lo que estáis pensando: que puedo poner cara de mala leche enorme cuando el pedorro de turno empiece su perorata, mandarle directamente a la mierda o contraatacar con charlas más plúmbeas si cabe, que no me falta material para hacerlo...
... O peor, que se sienten atraídos por mí porque soy tan coñazo como ellos y que de qué me extraño... Seréis cabrones.
Pues tal vez tengáis razón pero, sea cual sea vuestra opinión (recapitulando: me dan la brasa porque les dejo, me la dan porque yo misma soy una brasas), no pensaréis lo mismo cuando queráis soltarle el rollo a alguien y sólo yo os escuche.
Yo, en cambio, suspiraré de forma casi inaudible y pensaré lo de siempre: que esto es un estrés y un sinvivir.

sábado, 14 de mayo de 2011

El tabaco light ¿engorda?

Según llego a casa, con un hambre que me comería una mula a fuerza de pan, como dice mi madre, abro el frigorífico... y se me cae el alma a los pies, porque parece que lo ha rellenado un sádico y si no me creéis, seguid leyendo:
Lo primero, leche descremada, leche de soja... cierto que la leche es un asco pero, joder, que no haya ni un brick decente para, yo qué sé, unas croquetas, que con la otra se quedan como transparentes, que parecen de gelatina y con la leche de soja saben a perros muertos. Ya sé que me diréis que, en estos tiempos que corren, casi nadie hace ya croquetas (en mi caso, creo que ha pasado un año desde que saqué la última tanda; el resto del tiempo tengo que apañarme con extrañas guarrerías congeladas, snif) pero, coño, me gustaría poder prepararlas en condiciones, aunque sólo sea para comerme la masa a puñados, tentación que, lamentablemente, me asalta siempre que me meto en harina (y nunca mejor dicho).
Ya es triste que tengas una mierda de leche en la nevera, incluso aunque no te guste, pero la cosa puede ser peor - y lo es-:
¿Os habéis fijado en la porquería de yogures que se suelen comprar? Que si 0% de materia grasa (¿de qué cojones está hecho entonces, de agua destilada?), que si extra de calcio, que se nos van a llenar los riñones de cascotes, con lo jodío que es, que si bifidófilus activos y no sé qué, para que tu flora intestinal se convierta en una selva primaria y te salga hojarasca por las orejas (amén de tirarte, todos los días, hora y media en el váter), que si cachos de frutas tropicales, con lo asqueroso que es encontrarse cachos en los yogures. Puaj.
Lo mismo la mantequilla, que ahora la han hecho casi líquida y sabe a porras o, directamente, ha sido sustituida por margarina. Buaaaaaaaaaaaaa. Aunque todo tiene su lado bueno: como el pan es integral, con semillas de rododendro y cachos de pipas, se te quitan las ganas de hacerte tostadas. De todos modos, no tendrías mermelada o miel para darle un toquecillo de color.
Y los huevos tienen "Omega 3", que no es un reloj, como yo creía, sino algo buenísimo de lo que no nos habíamos dado cuenta hasta hace muy poco. Pero, qué queréis que os diga: a mí me da cosa ver que la comida tiene tanta vida interior, palabrita.
Los embutidos, inexistentes, sólo jamón de pavo, queso blanco, bajo en sal (mamáaaaaaaaaaaaaaa) y tomates, muchos tomates. Bueno, al menos algo rico, pero no los guardas porque estén buenos, sino porque son saludables... hasta que alguien te acojona diciendo que, si comes muchos, te subirá el ácido úrico. Pues vaya plan, para algo decente que tenías en la nevera.
Vamos, que menos mal que no comes en casa y puedes ponerte hasta las asas de colesterol y triglicéridos y, en el hueco que te queda, meter las cervezas porque, de verdad, si te vieras obligada a mantenerte una semana, alimentándote con la mierda que tienes en la nevera, no es por nada, pero sería - y no lo digo yo, sino todo el mundo- un estrés y un sinvivir.

viernes, 29 de abril de 2011

De natural frondoso (muy frondoso) o la ropa encoge

Pues eso. Al recordarme mi amiga Gusi que busque un bañador para los próximos días, me he sentido ligeramente cabreadilla, ya que he comprobado varias cosas desagradables, a saber:
La primera, como os podéis imaginar, es que no tengo ni puta idea de dónde guardé los bañadores al acabar el verano pasado. Es lógico, como soy más bien de secanillo, voy a la piscina, en total, cinco días por año (y eso en los años de ciclo húmedo, como dicen los meteorólogos).Y vamos a ver, ¿alguno de vosotros se acuerda de lo que desayunó hace un año? Pues ¿por qué tengo que acordarme yo de dónde puse un bañador? Pero, aunque tenga perfectísima excusa, me encuentro en una situación que, no por conocida, deja de ser lamentable: para un día que sé con certeza que me voy a meter en una pisci, entre 365 que no lo hago, me tengo que comprar un bañador nuevo que, en septiembre, guardaré con mucho amor diciendo, "aquí, que me acuerdo, para el año que viene". Ilusa, ¿cuándo demonios me acuerdo yo? Snif. Creo que mi casa está llena de "aquís, que me acuerdo", donde se custodian prendas desde hace varios quinquenios. El día que los encuentre, me cagaré en sus muelas.
Por otra parte, no sé si merece la pena que encuentre los malhadados bañadores o, siquiera, alguno de ellos, porque nefastas experiencias me hacen sospechar que, de dar con uno, será cuatro o cinco tallas más pequeño que mi orondo culo. Porque la ropa perdida, creedme, aprovecha los años  que no la vemos para encoger, la muy cabrona. Y si no me creéis, intentad ahora, so listos, poneros el traje de vuestra primera comunión. Algunos no son mucho más altos que entonces, así que debería quedarles bien, si acaso, tendrían que sacar un pelín el bajo. Pero no.
Creo que la ropa perdida se vuelve rencorosa, allá donde se oculte (el fondo del armario, el  talego del pan, la maleta de las vacaciones pasadas, como en el cuento de Dickens...), porque se siente sola y abandonada, se frustra y manifiesta su descontento haciéndose cada vez más y más chica... Vamos, tiene que ser eso, porque la otra opción es que, de un año para otro, aumentas un par de tallas. Y eso, ¿qué vendría a ser, que engordamos del orden de diez kilos por año? Jodóoooooooooooooooooooooooo.
Yo, que reconozco ser "de natural frondoso", expresión que acuñé hace tiempo y le gusta a mi amiga Conchi, escucho con frecuencia comentarios del estilo de "qué va, exagerada" (eso cuando digo que he debido subir varios quintales en las vacaciones), "pues yo creo que has adelgazado" (esto otro, cuando me pongo algo de color negro, vamos casi siempre, llevaría unos veinte años adelgazando y ya no se me vería), "mira cómo estoy yo" (pues igual de gorda que yo, qué quieres que te diga) o (y ésta sí que tiene un pase) "no tan frondoso" (gracias, Isabelita). Si hago caso a esta gente que tanto me quiere y a la que tanto debo, es obvio lo que comentaba más arriba: que la ropa encoge, para vengarse de nosotros y hacernos creer que estamos gordos. En realidad, somos todos esbeltos, etéreos cual sílfides y todo es una campaña de desprestigio urdida por nuestros bañadores viejos, que se sienten desplazados (y con razón) cuando llega septiembre.
¿Cómo podemos escapar del siniestro complot de los trajes de baño? Se me ocurren algunas opciones:
La primera sería manteniendo una estricta dieta de apio durante todo el invierno. Ya podrían ponerse como quisieran, que siempre tendrías que caber en ellos o, en caso contrario, estaría plenamente justificado que los quemaras en la plaza pública, tras juicio sumarísimo y aplausos del personal. No les mola que nos olvidemos de ellos, menos aún que los quememos.
Otra opción sería donarlos a una ONG, por ejemplo "nadadores nudistas por necesidad", alguno habrá de vuestra (antigua) talla.Lo malo es que ignoro si existe esta organización, al igual que otras muchas que me invento todos los días.
La tercera sería apuntarse a una piscina cubierta en invierno. Así, al tener que usarlo todo el año, al menos dos veces por semana, les resultaría imposible perderse y, desde luego, no podrían sentirse abandonados, sino útiles y necesarios, lo que les llenaría de orgullo.
La penita es que, como os dije arriba, yo soy de secano (tú me entiendes, ¿verdad, Taza?), por mucho que quiera comer sólo apio, en cuanto puedo me pongo hasta las trancas y, obviamente, "nadadores nudistas por necesidad" es una ONG fantasma, que ha timado varios puñados de millones de euros a sus confiados miembros. Vamos, que seguiré sufriendo las iras de los despechados trajes de baño, que ya se encargarán, los muy cabrones, de transmitir a mis camisetas horteras también despechadas, mis pantalones ignorados, mis camisas indignadas y otros muchos enseres que se confabulan, año tras año, para hacerme creer que estoy cada vez más gorda.
Y porque sé que es un contubernio judeomasónico que, si no, cada cambio de temporada, ver la ropa del año anterior sería un estrés y un sinvivir.

domingo, 24 de abril de 2011

Si hoy es martes (y huele a porro), esto es Amsterdam

Ya sé que me vais a echar el toro por haberos tenido abandonados estos días, sin el consuelo que os proporcionan mis surrealistas entradas, pero he estado un tanto ocupadilla estas vacaciones, primero viajando (y no tengo blackberry ni me he llevado el laptop o como cojones se llamen ahora) y luego vagueando muchísimomuchísimomuchísimo. Hasta que hoy, por fin, rompo la inercia que me lleva arrastrando cuatro días, para dejaros ver algunas perlas de mis mini vacaciones holandesas.
Porque puede que no os lo creáis, pero nunca había estado en Amsterdam. Yo, que atesoro en mi bagaje viajero destinos que no soy capaz ni de pronunciar (¿es Xánia o Jánia? ¿Sanjenjo o Sanxenxo?), no conocía la ciudad de los tulipanes, las bicis, las putas, los canutos enormes y los canales que no apestan. Lo reconozco, soy una paleta (snif).
Pero como todo tiene remedio en esta vida, dos fermosos amiguetes se ocuparon de solucionar esta cuestión tan insidiosa, embarcándome en un lindo viajecillo de casi seis días a la "Venecia del Norte".
Podría escribir páginas y páginas de esta grande aventura, pero trataré de ser breve, para que alguno consiga leerme hasta el final:
Las bicis, oh, las bicis, el vehículo por excelencia en Amsterdam. Tanto, que fuimos atropellados por unas veintisiete viejas que, sin encomendarse a ningún santo, se abalanzaban sobre los turistas en los carriles bici, los raíles del tranvía, las cuestecitas de los puentes que cruzan los canales, las aceras, el parque, las terrazas de los bares, los museos y monumentos diversos... En fin, que toda la ciudad es un caos de bicis que corren por doquier, día y noche, como posesas. La única forma de evitarlas es tener tú misma otra bici y correr con ellas, en cuyo caso te dejarás las rodillas, narices y otras partes mucho más sensibles de tu anatomía en los adoquines, porque la ciudad, efectivamente, es llana, pero los puentes son un "infienno" y hay que cogerlos con carrerilla, de forma que, al llegar a la mitad, te tienes que lanzar a tumba abierta... atropellando turistas despistados. No, si tiene su lógica.
Lo malo es que, por allí arribotas, la gente es tan civilizada que no chilla diciendo "¡¡¡¡eeeeeeeeeeeh!!!! ¡¡¡¡Quítate de ahí, gilipollas!!!!", sólo hacen un ruidillo (ringring) con sus ridículos timbrecitos. Así no hay quien se entere y menos alguien tan teniente como yo.
Además, como toda la ciudad huele a porro, vas medio atufada mientras conduces, no te hace falta entrar en los coffee shop (aunque puedes entrar, tú no te prives) y si no te basta con eso, siempre hay una tienda de hongos alucinógenos. Qué fuerte, de verdad, los enanos de jardín tenían todos los ojos rojos.
Todo esto te va poniendo en un estado de, digamos, "sorprendidilla", que se ve acrecentado cuando, en medio del barrio rojo, te encuentras, palabrita, ¡una procesión de Domingo de Ramos! Son esas veces que, aunque no os lo creáis, intento decir algo y no encuentro palabras. De mi garganta sólo sale algo así como "jaaaaaaaaarl", pero muy bajito. Me pregunto si las cortinas cerradas de los escaparates eran por deferencia de las putis o porque estaban ellas mismas en la procesión. Curioso que el barrio más famoso del mundo, tenga dos iglesias: la más antigua de la ciudad y una clandestina, de los tiempos en que los católicos holandeses estaban perseguidos. Si levantaran la cabeza los feligreses... les harían los ojos chiribitas (a saber si por las putis o por los petas).
Salí del barrio rojo con cara de tonta y ganas de haber comprado, como "souvenir", un precioso "conejito pollón", color de rosa, siete euros y pico que costaba. Pero luego pensé que, tal vez, mi sobrinilla quisiera un día jugar con él y su padre se viera en una situación comprometida. Nada de conejitos pollones, mejor comprar bulbos de tulipán.
Y esa es otra, no podéis imaginaros la cantidad de tulipanes que hay por doquier: como motivo de azulejos, imanes y otros regalitos, en ramos, en bolsas, en inmensas plantaciones en no sé qué pueblo a cuarenta y tantos kilómetros (unos colegas que nos encontramos nos contaron su feliz visita: un día entero nada más que "de viendo y de viendo" bulbos de tulipán. Emocionante), mercados de tulipanes, macetas de tulipanes, bocatas de tulipanes. Bueno, bocatas no. De hecho, en la cajita de bulbos que compré pone claramente: "producto para plantar, no consumir". Hay que joderse. Supongo que, con el tiempo, añadirán otra advertencia: "no os los fuméis, que para eso tenemos maría".
Al final sale una con la sensación de no ser nada en la vida si no atesora, al menos, cuatro o cinco hectáreas de tulipanes. Como que tuve que ponerme a investigar y ya estoy casi lista para un doctorado en tulipanología. Los más llamativos son los "reina de la noche" (que son oscuros), pero los hay con los pétalos tipo "loro" o tipo "lirio" y con nombres de lo más rimbombante, como "gloria de Holanda", "emperador naranja", "reina madre" o "pretendiente real". En fin, que he adquirido unos conocimientos absolutamente inútiles en materia de tulipanes porque, a mí, se me mueren hasta las flores de plástico.
Tarde ya, descubrí que podía haber empleado mis neuronas en otro tipo de conocimientos más interesantes: quesos. Y es que, allí donde no huele a porro, huele a queso y, al igual que las variedades de tulipán, hay tropemil tipos de queso, grandes y pequeños, redondos o con forma de zueco (palabrita), con hierbas, pimienta, ahumados... qué sé yo. Buenísimos todos. Claro, ya decían en la "antología del disparate" que en Holanda, de cada cuatro habitantes, uno era una vaca. Pues así se entiende que haya tanto queso por todas partes. Y nosotros echándole la culpa a Carlos, uno de mis compañeros de viaje, por sus botas. Seguro que era el puto queso lo que nos atufaba por las noches y él, pobrecito, cargando con las culpas.
En fin, creo que debería dejar ya de daros la tabarra, pero todavía me queda la última cuestión: los canales. Según la voz en off del fermoso barquito que cogimos para recorrerlos, hay más de cien (y más de mil puentes), el más tocho el canal del Mar del Norte. Yo confiaba en encontrar algún buzo asesino, como en una peli muy guay que vi en los ochenta, pero nada, sólo pringue. Eso sí, no huelen a cloaca, como en Venecia. Pero vamos, que no le encontré yo demasiado romanticismo al asunto. Probablemente era porque los tulipanes ocupaban mi mente.
Pues eso, así durante seis días (mooooooooola). Lo malo es que, una vez que pasas las fotos al ordenador, repartes los regalillos a la familia y cuentas cuatro o cinco batallitas (que a tí te hacen morir de risa pero, al que las escucha, le hacen poner cara de "tócate los cojones"), se han pasado las vacaciones, te toca volver a trabajar y, además, tienes unas diecisiete coladas que hacer (con maleta incluída, puto queso), te has gastado una pasta y ya no puedes pasarte ni un euro hasta el año que viene. Y te dices "que me quiten lo bailao" y es verdad. Pero también es verdad que no poder permitirte algo así más que una vez por siglo es (snif y más snif) un estrés y un sinvivir.