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miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cuidadín con el turrón...

No sé si a vosotros os pasará lo mismo, pero a mí, todos los años, cuando inicio mi intercambio de felicitaciones navideñas (una tiene su corazoncito y le molan esas cosas, qué se le va a hacer), alguno de mis colegas, ya sea via "christma" o SMS, me suelta aquello de "cuidadín con el turrón".
Parece un tópico, pero la frase tiene su miga, al menos en mi caso. Porque yo calculo que la última vez que comí turrón aún no habíamos cambiado de milenio. Cosa más empalagosa, el duro se te pega a las muelas, el blando chorrea, el de choco cruje, el de yema tostada debe ser medio alucinógeno y toda esa colección de extraños sabores con que nos bombardean los estantes del supermercado parecen diseñados por un sádico epiléptico. A lo mejor es a eso a lo que se refieren mis amigos cuando me dicen que tenga cuidadín, porque me quieren y no les gustaría verme empezar el año sin dientes, pringosa y desarrollando alguna alergia a un producto exótico de los que meten en las tabletas de diseño. La amistad es lo que tiene.
Pero su preocupación no tiene razón de ser porque, como podréis deducir del párrafo anterior, no me mola el turrón ni tres. Otra cosa son los polvorones (sí, ya sé, igual de empalagosos, sueltan migas y, cuando te comes uno, tardas hora y media en poder silbar y dos horas en poder decir "Zaragoza"... La diferencia estriba en que me gustan), pero nunca he recibido el consejo "cuidadín con los polvorones... o las marquesas... o el mazapán... o los bombones"... ni siquiera "cuidadín con el alajú", cosa que vendría bien para advertir a los incautos, porque un zambombazo en la cabeza con una barrita de alajú te lleva derecha a urgencias, seguro. Vivimos rodeados de peligros y los ignoramos, así nos luce el pelo (snif).
Bueno, que estoy divagando. Siguiendo con el turrón, resulta que, con eso de la crisis (y de que nadie me hace regalitos de ese tipo, para qué engañarnos), la exigua cesta navideña se ha visto reducida a un tarro de aceitunas sin hueso, una botella - pequeña- de sidra famosa en el mundo entero y cuatro o cinco tabletas de turrón. Yo las coloco juntas, a ver si se hacen amigas, y tengo la sensación de que confraternizan demasiado, porque, para el mes de marzo, en vez de cuatro o cinco, hay quince o veinte, todas de sabores repugnantes y una de nata y nueces, que siempre digo que es el único turrón que me gusta, pero nunca me lo como. Y es lógico, también me gustan las camisetas negras y nunca me he comido ninguna...
Con el paso de los años, el mueblecito de la cocina se ha ido llenando de tabletas de turrón que esperan, medio atemorizadas, medio expectantes, a ver qué hago con ellas. Y qué queréis que os diga, aunque me gustaran, ya no puedo comérmelas porque, a medida que va transcurriendo el tiempo, nos hemos hecho amigas (¿cómo te vas a comer a una amiga? Aunque algún conocido mío dice que tengo amigas que están para comérselas, pero esa es otra historia) y, además, ellas han caducado. Creo que las que están en la parte baja del montón, son del año 74. En mi peña hay gente más joven, coleguitas que nacieron cuando mis tabletas ya eran adultas. Es lo que tiene el tiempo, que transcurre para todos, seas humano o turrón.
Vamos que, aunque a veces lo piense, no puedo tirar una antigüedad así como así, de forma que he tenido que hacerles un sitio en mi casa y otro en mi corazón. Pero yo tengo el corazón muy grande, cabe mi familia, mis amigos y hasta mis turrones.
En los últimos tiempos, he descubierto una forma de aprovecharme de mis tabletillas: utilizarlas para construir falsos tabiques. Es más barato que el pladur, porque tienes que comprarlo y las tabletas ya las tengo. Se monta muy fácil, no tienes más que recordar cómo construías con el Exin Castillos y, además, le das un toque nuevo a tu hogar.
Así, cuando alguien te visita, puedes hacerle creer que has hecho reformas, cuando lo que has estado haciendo es el gilipollas, elevando muros de turrón por aquí y por allá. Pero, ¿qué es esta vida sin un toque de excentricidad? Además, puedes hasta colgar cuadros, si colocas en los puntos estratégicos el blando, poner una escarpia es más fácil que en los programas ésos de la tele. Cuelgas un par de cuadritos y ya está, has redecorado tu vida en un pispás.
En fin, que siempre se le puede dar un uso a todo ese stock acumulado que no sea comérselo y, ya de paso, engordar quince kilos en dos semanas (a kilo por día). Pero no creáis que así acabaréis las navidades bien delgaditos y fermosos. Puede que tengáis cuidado con el turrón, pero me juego las orejas y no las pierdo (que no las pierda, por Dios, ¿dónde me sujeto las gafas si no?) a que no tenéis ningún cuidadín con los cubatas, las cañas, el lomo, los choricillos, los langostinos, el cordero, el vino y todas esas otras cosas contra las que no me prevenís, cabrones.
Total, que en enero me veo un par de toneladas más gorda, pero este año no pienso hacer el propósito de adelgazar, porque el tema de las decisiones de Año Nuevo, además de dar para otra entrada, es un estrés y un sinvivir.

martes, 21 de diciembre de 2010

La lluvia, en Sevilla, será una pura maravilla, pero aquí...

¿Os acordáis de Audrey Hepburn recitando, con perfecto acento vallisoletano, estas fermosísimas palabras? Pues yo, esta mañana, me he acordado de ella y de su abuelita en bicicleta, cuando he tenido que sacar los remos por la ventanilla del coche para poder superar la curva de San Fernando. Luego he descubierto que, si hubiera elegido como extra cuando lo compré, la opción "fuera borda", habría podido desplazarme más cómodamente. Claro que este plus sólo está disponible para coches de gama alta, y no para mi pobre bishillo. No somos nadie. Snif.
No sé por qué será, pero la lluvia sólo mola cuando eres pequeña y pasas por debajo de los canalones, con la cara para arriba y te cae un chorro que te deja temblando y te entra por el cuello del impermeable. Porque, el resto del tiempo, os pongáis como os pongáis, es un coñazo.
¿Que es fantástica para el campo? Pues no lo tengo yo tan claro. Hace dos semanas estuve en el pueblo y, con una manta de agua mucho más reducida que la de hoy, recogimos suficiente barro en la peña para fabricar un golem, como el de la película antigua ése que había en Praga y rendirle culto en el fondo de la bodega. De hecho, alguna de mis amigas tenía ese aspecto al final de la noche. Y yo creo que, si a una espiga de trigo le sueltas doce mil litros a chorro, como que no le viene muy bien. Porque esa lluvia menudita y continua, que tanto le gusta a los agricultores, no cae nunca, a no ser que acabes de salir de la peluquería. Entonces sí: pero te cae encima a ti y te deja los pelos como los de las mazorcas de maiz. En fin, una monada.
¿Que hace falta que llueva, que hay sequía? Que se lo digan a los de Écija, que están tan contentos, organizando piscifactorías en sus casas. Han tenido que sacar los flotadores de patito para ponérselos a las truchas y todo. ¿Que se ponen tan bonitas las fuentes? Vosotros intentad pasear ahora por el campo, que en cuanto lleguéis a un manantial, se os hundirán los pieses, asín, los dos de una vez, en metro y medio de barro, pondréis el agua lodosa y luego saldrá turbia por el caño y os llamarán cochinos.
¿Que así baja la contaminación? Síiii, claro que baja, al suelo, que está más gorrino que yo qué sé. Las boinillas ésas que llevan las bellotas, son la boina de contaminación de Madrid, que ha bajado al suelo con las últimas lluvias y se la ha quedado el árbol. Luego comeremos residuos de calefacciones, uuuum, qué riiico.
¿Habéis revisado si vuestros tejados tienen goteras? Porque hoy se os habrán puesto bien frondosas. Yo no tengo, pero el vecino de al lado tenía atascado el sumidero de la terraza, con lo que el agua se filtró y se me quedaron las paredes sudorosas, como las de las películas de terror, sólo que en ellas lo que se filtra es potencialmente asesino y aquí es únicamente pringoso y repugnante. Menos mal, sólo me faltaba que, por culpa de la lluvia, me entrara otro poltergeist, que ya tengo bastante con el de debajo del sofá (por cierto, que se ha quedado con uno de los mandos a distancia, todavía no he averiguado cuál. ¿Dónde habré dejado la escoba para sacarlo?).
Y miras la tele, a ver si esto tiene trazas de cambiar, pero no te salen más que programas del corazón. Qué coñazo. Cuando, por fin, encuentras un canal de noticias (te prometes a ti misma que apuntarás el número del canal, pero lo haces en un kleenex con el que, posteriormente, te suenas los mocos y se te pone la nariz azul de la tinta y ya no te acuerdas del número de los cojones), tienes que tragarte medio siglo de entrevistas con entrenadores de fútbol y sus primas las cojas, antes de saber el pronóstico del tiempo. Pero nunca llegas a verlo, porque te llaman por teléfono para venderte una enciclopedia, llama a la puerta el fontanero, que no viene a arreglarte las goteras, sino a pedirte el aguinaldo, te acuerdas que tienes en el fuego agua para hacerte una tila, porque ya no puedes con tanto estrés y, cuando quieres darte cuenta, se ha pasado el hombre del tiempo, no tienes ni idea de si va a seguir lloviendo mañana y el vecino de arriba aprovecha para regar a cubos, pensando que no te enteras con la que está cayendo. Joder.
Y podría ser peor, menos mal que no lavé el coche...
Es entonces cuando recuerdo mi no muy lejana infancia, cuando el primo Noé nos decía: "Joder, qué finos los de Madrid, si son cuatro gotas". Y yo, por hacerle caso y no quedar como una vulgar urbanita, aquel domingo no tuve bragas secas para ir a misa.
Vamos, que la humanidad no ha conseguido todavía hacerse a estas lluvias persistentes, se organiza la de Dios y esto es un estrés y un sinvivir.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Oh, qué bien, un músico en la familia...

Siempre que escucho una interpretación musical francamente buena acude a mi mente el mismo pensamiento: para que el intérprete haya alcanzado tal grado de genialidad, la vida de su familia ha tenido que ser un infierno durante años y años. Para que luego digan que ahora la gente no aguanta nada. En serio, ¿os podéis imaginar tener que sufrir durante siete u ocho años a un petardo tocando el clarinete junto a tu oreja? Qué desesperación, de verdad. Dicen de la madre de Paganini que huía a ocultarse entre los matojos cuando su hijo ensayaba y que tétricas musiquillas (ñigoñigoñigo) acosaban sus sueños y sus vigilias sin descanso. Envejeció prematuramente y terminó sus días, según algunas leyendas apócrifas, con artrosis en los codos (qué dolor, por favor) a consecuencia de la forzada postura que adoptaba para poder taparse los oídos y pasar el mocho a la vez. Pobrecita. Y eso que su hijo era un genio, imaginad lo que hubiera podido pasar de tratarse, como sucede con frecuencia, de alguien con una oreja enfrente de la otra y dedos como morcillas, habría tenido que rellenarse las orejillas de perejil, como pasaba en un libro de Astérix.
Porque eso es lo que nos sucede a la mayoría de los mortales: que tenemos que soportar a un plasta (o más de uno) en la familia o en la comunidad de vecinos, dándonos el coñazo con cualquier artilugio infernal. A ver, quién no ha pensado en hacer a su hermana tragarse la maldita flauta dulce cuando, por enésima vez, oye sonar el "Gatatumba". Luego dicen que la música amansa a las fieras.
Pero el horror no termina aquí, qué vaaaa, todavía pueden sucedernos cosas más terroríficas: el herman@ guitarrer@ que pasa las horas muertas asesinando temas clásicos del rock, si la guitarra es eléctrica (sólo le sale bien el punteo inicial del "Smoke on the water", de los Purple) o dándote ganas de estampársela en la cabeza cada vez que oyes "La Bamba", si es española. ¡Socooooooorro! ¿No hay una ley que nos proteja de "La Bamba"? Pero si todo el mundo está hasta el gorro, hombre, el clamor popular debería encauzarse a conseguir su prohibición absoluta bajo cuantiosas multas.
¿Que no os parece suficientemente "espez luznante"? Pues aún hay más: ¿Quién no tiene un pariente que toca la bandurria en alguna rondalla? Si es así, daos por jodidos, nunca estaréis a salvo cuando vayáis a su casa. Cualquier situación será buena para unos cuantos "dingdingdingding". En un momento aparecerán por allí varios colegas, con sus respectivas bandurrias, más el consabido tocador de botella de Anís del Mono y os pondrán la cabeza como un bombo, dale que te pego Antón con esta o aquella jota. Algunas personas han llegado, presas del pánico, a desalojar sus edificios durante horas y ha sido necesario un requerimiento notarial para hacerles volver a sus casas, porque estaban obstruyendo el tráfico en la calle. Fijaos bien la próxima vez que os encontréis con una concentración extraña de gente, sin pancartas ni nada, y más aún si oís un murmullo parecido a "no lo soporto, no puedoooor". Se tratará de unos que están sufriendo, en sus propias carnes, el acoso interminable de la rondalla.
Pero no penséis que la bandurria es el único peligro que os acecha. Ahora, otro extraño ser se ha unido a este siniestro grupo de petardos musicales: el dulzainero. Sí, no creáis que es algún tipo de chef que sólo hace postres, no, la realidad es muchísimo más aterradora. Se trata de un ser muy querido por todos, hasta que decide aprender a tocar la dulzaina. ¿No hay una forma de ponerle sordina a ese trasto? Porque, hay que joderse, cómo pita, la leche... Dicen que, en algunos lugares de España, fotografías aéreas han revelado que los tejados de ciertas casas están llenos de dulzainas, arrojadas allí por los sufridos oyentes. En mi pueblo, una vez se vino una abajo, por culpa de cuatrocientas dulzainas, veinte o treinta mil trompetillas de verbena y media docena de bombos, de los que se sacan para la fiesta.
Exacto, la cosa empeora por momentos: un bombo junto a tu ventana, no consigo imaginarme la partitura que siguen algunos de sus intérpretes, palabra. Muerooooor.
Y podría finalizar mi catálogo de los horrores citando, sólo de pasada, porque ya me estoy poniendo de los nervios (es que soy muy imaginativa, estoy oyendo en mi cabeza todos esos malditos instrumentos), al pelmazo de la armónica, que a ver si se la traga de una puñetera vez y se deja ya de marear, al vecino que intenta (infructuosamente) aprender a tocar el violín mientras tú crees estar oyendo cómo estrujan un gato, al de la zambomba que pulula por ahí en Navidad y, encima, es un cochino que se escupe en la mano y al taxista que tocaba las castañuelas mientras esperaba en su parada (aunque éste tiene una excusa, porque lo hacía bien, que conste).
De verdad, si conseguís libraros de gente así en el vecindario, vuestra vida será feliz y maravillosa. En caso contrario (y, por desgracia, suele ser lo habitual), se convertirá en un estrés y un sinvivir.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Porque lo digo yo, que soy tu madre

A petición del oyente (que se admiten, de verdad, sólo hace falta que las sugerencias me molen, si no, ¡anda yaaaaa!), escribo esta fermosa entraduela sobre el folklore materno que, como la canción del "cumpleaños feliz", es algo que todo el mundo, sin excepción de edad, sexo o condición, conoce. Estoy segura de que, cuando oís a alguna madre por la calle, recitando a un sufrido hijo con cara de "Jesús, qué coñazo" alguna de las frases escritas con letras de oro en el tesauro maternal, sólo os hacen falta un par de palabrejas para que vuestro cerebro complete el resto.
El caso es que, como no soy madre, ignoro en qué fuentes beben ellas para decir siempre lo mismo, tal vez en las suyas propias (las madres, quiero decir). Significaría, pues, que se trata de una mutación genética. O, tal vez, exista ese diccionario que acabo de mencionar más arriba, igual que los hay de dichos célebres o de refranes de Sancho Panza en "El Quijote".
Un ejemplo, por ejemplo: este verano me comentó mi amigo Fran que había un grupo en Facebook que se llamaba "Señor, llévame pronto", que posiblemente sea una de las sentencias más lapidarias del vocabulario de las máaaaaammaas, normalmente relacionada con tropecientos hijos pequeños haciendo el besugo, el salón lleno de mierda, la tele a todo volumen y otras cosas que, por mi tara anteriormente mencionada (la de no tener hijos), no alcanzo a comprender. Tened en cuenta que, al ser un terreno en el que carezco de aptitudes (frasecita que leí en el libro de Harper Lee "Matar un ruiseñor" y que, aunque se aplicaba a otra cuestión - concretamente la de poder mear de pie -, viene efufenda para incluir aquí) se me escapan algunas cosas en este asunto. Así que ya podéis hacerme comentarios explicativos, coño, que me dejo yo aquí los cuernos escribiendo. Creo que estoy divagando.
Prosigamos. ¿Que te lleve pronto el Señor? ¡Ya quisieras! Primero te toca poner orden en el caos aunque, como hija, nunca me ha parecido que hubiera tanto revoltijo que resolver...
Hasta el día de hoy, dudo de la eficacia de la expresión: no creo que el Señor se haya llevado pronto a ninguna madre después de producirse el desaguisado. Ah, se sienteeeee. Es algo inherente a la condición de madre, que los hijos den por culo. ¿No estáis de acuerdo? Pues mi bisabuela, en esos casos, decía "te hubieras hecho obispo y estarías echando bendiciones" (¿a que es la caña? Eso sí que es una buena frase, caray).
¿Quién no ha escuchado, al menos, un millón de veces, la ya cargante "me vais a quitar la vida"? Pero bueno, ¿para qué? ¿Y a quién le damos la plasta luego? Que no, de verdad, que no te la quitamos, sólo la hacemos más interesante con nuestras fantásticas ocurrencias. Pero bueno, también entendemos que, sin ocasión para echarles la bronca a los hijos, ¿qué sería de nuestras madres en sus horas bajas?
Pero creo que, la expresión que resume más claramente la idiosincrasia materna es la que da título a esta entrada. Desde mi humilde punto de vista, no ha existido nunca un planteamiento tan rotundo y, a la vez, desarmante. Efectivamente, las cosas son como son, porque te lo dicen ellas, que son tus madres (todas, ¡ah, no! ¡Socoooorro!). No sé cómo no me había dado cuenta antes. Yo filosofando sobre el origen de la vida y cosas más profundas aún, y no comprendía que la explicación era así de simple.
Es más, creo que deberían dar clases, en los clubs de debate, para aprender a pronunciarla en el tono realmente efectivo - medio histérico y chillón -. Así, cuando alguien quisiera, realmente, cerrar la discusión, sólo tendría que decirla y ganaría el que mejor interpretara el papel materno. Porque, en serio, no creo que haya argumento mejor que este, salvo, tal vez, uno que copié de Stephen King y que digo algunas veces, cuando me preguntan por qué no he hecho algo: "Es que tengo un hueso en la pierna". Morrocotuda, nuestras madres deberían incluirla también en su acervo.
Porque a veces pienso que las madres han diseñado una wiki, para la cual sólo recibes clave de acceso si puedes acreditar haber parido dos o tres niños, y que alimentan con sus propias expresiones folklóricas. Yo creo que es así:
Meten una frase como entrada y, en la definición, ponen el tono en que hay que decirla, el volumen y, sobre todo, la ocasión apropiada. Algunas, seguro, son capaces de poner varios ejemplos para ayudar a sus colegas. Tengo que averiguar cuál es la dirección, pero mucho me temo que mi madre, que no se atreve ni a quitarle el polvo al ordenador, no participa. Es una lástima, se pierden un tesoro...
En fin, he dejado para el final, la siempre repetida y nunca suficientemente valorada "¿qué horas son éstas de venir?" porque tiene una respuesta muy fácil e igualmente desarmante: mirar el reloj y decir la hora... A mí me funcionaba, al menos un par de segundos. Vamos a ver ¿es que nuestras madres no tenían reloj? ¿No había uno en la cocina, por si acaso? ¿No se oía en vuestro pueblo el de la iglesia? ¿A qué preguntar lo obvio? Es como lo de "¿te parece bonito?". ¡Pues claro que sí, coño! En caso contrario, no lo habríais hecho.
Total, que cada día me voy convenciendo más de que, en realidad, todas estas frases no se crearon en las malignas mentes de nuestras madres, sino de las suyas y, además, no fueron hechas con el propósito de que les diéramos respuesta (nosotros siempre tan literales), sino que son una forma elegante de no decir siempre lo mismo, que vendría a ser "estoy hasta el coño de todos vosotros.. sin excepción". Es decir, un se trata, como en el caso de mi blog, de un ejercicio literario, de ahí la wiki.
Por favor, no dejéis que vuestras madres sigan alimentando tan pernicioso sitio, ampliarán su repertorio de locuciones y nos pondrán la cabeza como un bombo y eso sí que será un estrés y un sinvivir.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

¿Y no sería mejor viajar en mula?

No sé vosotros, pero yo me hago esta pregunta cada vez que tengo que entrar en un aeropuerto. Creo que no valoramos lo suficiente las ventajas de viajar en mula (algunos no las valoran nada de nada), frente al excesivamente idolatrado avión.
Sí, ya, supongo que me diréis que es más rápido volar que cabalgar una rolliza mulilla... Pues no estéis tan seguros. Si pensáis así es porque nunca os habéis quedado tirados cuatrocientos millones de horas en un puto aeropuerto: el avión llega con retraso de su lugar de origen (luego, los impuntuales somos nosotros, los españolitos, tócate la breva), o se esmorruña al aterrizar (o venía ya esmorruñado de origen pero se dieron cuenta en el aire) y el comandante pasa de pilotarlo de nuevo hasta que lo arreglen, o sufre un ataque de hipo eléctrico en pista y hay que esperar mil siglos para conseguir otro porque, casualmente, ese puñetero día de los cojones facturaste tu maleta porque te hizo ilu viajar con un juego de dieciocho cuchillos jamoneros y un cortapuros. Y claro, hay que ir a las cintas a recuperarla (y sale la última, ¿por qué? pues porque es la tuya, coño), mendigar una nueva tarjeta de embarque (lo que les cuesta dártela, si sólo es un cartoncejo) y esperar otro vuelo... que también llevará retraso y que te dejará en tu lugar de destino, indemne pero jurando en hebreo, veintiocho días más tarde. Fantástico, cómo moooooooola. Bieeeen.
Además de la rapidez, como véis fácilmente desmentida, me diréis que ahora volar no sale nada caro... si lo haces con "Aerolíneas Asque". Lógico, porque ahora te dejas las pelas en otras cosas: la facturación, por ejemplo, porque con "Asqueviajes... los viajes más asquerosos", sólo puedes viajar con un bulto de veinticinco gramos. Así que te toca regañar en la puerta de embarque y acabas pagando por facturar las gafas. Y a esto tienes que añadir lo que te gastas mientras esperas: que si tabaco, unos crucigramas, un bocata de lentejas (carísimo), un libro para leer durante el siglo y medio que tardas en embarcar y la birra que te tomas durante el vuelo, a la que ya no te invitan... ¿Qué más? Pues sí, hay más, el taxi, porque los aeropuertos están siempre a tomar por culo y no te conoces la ciudad como para arriesgarte y coger un autobús donde todo el mundo habla fang. Total, que en un pispás te has fundido unos cien mil euros, céntimo más o menos.
¿Que aún tenéis ganas de defender los viajes en avión? Sí, siempre hay un convencido. Ahora me diréis que es el medio de transporte más seguro. Pues tampoco, la tan cacareada seguridad de los aviones es un mito, vamos, hombre. ¿Hay alguien que llegue a su destino sin tortícolis? ¿Y qué me decís del síndrome de la clase turista? ¡Menuda seguridad! Subes tan pichi y bajas con un trombo, el cogote retorcido y, si me apuras, en algún momento del vuelo te habrás clavado el cinturón de seguridad en el culo, para rechifla del tío del asiento de al lado, que se espolla de tí hasta que a él le pasa lo mismo.
Si a eso añadimos que no puedes fumar, puess ya está casi todo dicho, volar es una caca de la vaca (muuu).
En cambio, ¡qué bueno sería poder viajar en mula! Sales cuando quieres, sin tener que dirigirte a una puerta de embarque que está a varias leguas de distancia: sólo tienes que subirte encima y decir algo del estilo de "jiaborríiiiiiica" y hala, palante. Sin tres cuartos de hora de prolegómenos, ni retrasos, ni leches.
Metes el equipaje en las alforjas y puedes hacerle un corte de mangas a los mostradores de facturación y a las cintas tontorronas ésas que escupen maletas sin ton ni son, pero nunca la tuya. Y da lo mismo que lleves entre tus enseres un hacha, un calefactor o cuatrocientas boinas; nadie te lo tira para atrás como mercancía peligrosa.
Además, y esto es muy importante, siempre que no le eches la ceniza entre las orejas o atravieses un rastrojo ¡puedes fumar! ¡Ñeñeñeñeñe!
Y no te mareas. Bueno, cuentan de una tía abuela mía que sí se mareaba cuando viajaba en mula, pero yo creo que era de la emoción...
Otra ventaja: cuando te empieza a doler el culo, te bajas un ratito y andas... sin tener que hacer moverse al de al lado y sin tener que practicar malabarismos por un pasillo enano, ¡todo el campo es tuyo, joder! ¿Os dáis cuenta de lo que ganaríais en calidad de vida? Y todo por viajar en mula.
¿Que te entra hambre? Zas, bocata, que por seis loros pillas uno de metro y medio en cualquier bar y no esa mierda de sándwiches que te venden en los aviones. Cierto que también tienes que dar de comer a la mula, pero tampoco es tan caro, hombre, un saco de alfalfa y a trascar otra vez.
Ya sé que algunos todavía no estáis muy convencidos, pero aún me queda un argumento: si, al llegar a vuestro destino miráis el reloj, seguro que no habéis tardado mucho más y habéis disfrutado del paisaje... sin turbulencias, en vez de haber andado perdiendo el teimpo, gastando dinero, retorciendo vuestros fatigados cogotes, con un pincho en el culo y sin poder fumar, como os hubiera pasado en el aeropuerto.
En fin que, como muchos habréis podido comprobar ya en vuestras propias carnes, debemos volver a viajar en mula, porque hacerlo en avión, os lo digo por experiencia, es, por encima de todo, un estrés y un sinvivir.

martes, 23 de noviembre de 2010

¿Otro libro? ¡Pero si no hay sitio!

Como de costumbre, intitulo mi entrada nueva con una frase lapidaria porque, a ver, con la mano en el corazón: ¿Quién no ha escuchado esta obviedad unos cuantos miles de veces en su vida?
Nuestras madres, unas santas ellas, la tenían en su registro habitual, junto con otras nada despreciables como "me vais a quitar la vida", "porque te lo digo yo, que soy tu madre" y "recoge tu cuarto, que parece una leonera". Aunque, quizá, la que más hayamos sufrido todos es la de "¿qué horas son éstas de venir?".
Bueno, creo que me estoy desviando del tema de hoy, el tesauro para madres lo dejaré para otro día, que ahora me da la risa...
He sostenido toda la vida, sostengo y sostendré, per saecula, que no tener sitio para guardar un libro no es motivo para no tenerlo, sino una excusa que utilizan los copardes y aquéllos a los que no les gusta leer para tener el saloncito de su casa más bonito que un San Luis con refajo nuevo y ponernos a todos los dientes largos cuando vemos el nuestro, que los libros no caben en las estanterías y se agrupan en montones por el suelo, el techo, las paredes y la cisterna del váter. Pa eso, ole la polla de mi hemmana, que tiene hasta un revistero... en el váter, así no se le mojan los libros.
La librera a la que siempre voy me dijo en una ocasión que tenía unos cincuenta mil libros (jaaarl), pero no en la tienda, sino en su casa y que, ciertamente, a veces se angustiaba un poco, cuando no podía ni meterse en la cama sin tener que quitar antes la Enciclopedia Británica de encima. Imaginad que queréis echar un polvo y tenéis que levantar cuatrocientos volúmenes de a cinco kilos cada uno, como que se te quitan las ganas. Porque, para colmo, ella no es como yo, que le vale cualquier cosa que sea divertida, no: a ella le molan los diccionarios, imaginad, tropemil volúmenes, tochos enormes y, además, la espada de Damocles pendiendo sobre tí constantemente: ¿Sacarán un nuevo volumen de apéndices, no, podió podió, que se me hunde el piso?
Comparada con la suya, mi biblioteca es una caca de la vaca pero, de verdad, con unos tres mil ya me muero, no sé cómo imaginarme cincuenta mil en hileras, en montones, bajo el sofá (mi fantasma estaría encantado), en el tendedero, en dramático equilibrio... todo para que, siempresiempresiempre, el que necesites esté en la fila de atrás de la estantería más alejada, o en la parte de abajo de un montón de unos veinticinco y se te caiga todo en los pies mientras lo mueves. Uséase, que tampoco es tan pequeña mi biblioteca.
Encima, con los tiempos que corren, seguro que ya os habéis dado cuenta que es más barato pillar un libro que salir una tarde y que, si te dosificas, te da para todo el fin de semana (no siempre, pero vosotros intentadlo, todo sea por el ahorro), con lo que puedes llegar a fin de mes un poco menos agobiada si te compras un buen libraco que si te tomas unas cañas que, como ya dije el otro día ("decíamos ayer") aunque quieras una sola, acaban siendo tropecientas.
Bueno, pues todo este rollo tiene también otro lado malo: no sólo el problema de buscar el tomo que quieres, sino la mierda que se acumula en derredor. Sacas uno de la estantería y le tienes que pegar un resoplío, porque parece que los has recuperado de un yacimiento arqueológico en Egipto. Coges uno del suelo y, por un horrible momento, crees que hay ratones en la casa (iiiiiiiiiiiiih), pero no, son enoooooormes pelusas que se forman entre los montones (claro, entre que no cabe la aspiradora y, además, no la pasas nunca, so gorrina...). Vas a pillar el siguiente y, entre medias, aparece, sí, ¡un calcetín! ¡Pero no es tuyo! ¡Coño! Y eso si tienes suerte, a veces sale un cruasán a medio comer... Creo que estoy dando demasiados detalles.
Es terrible, pero el problema no tiene solución. Tener cerca una librería es un infierno, porque todos los días puedes babear convenientemente delante del escaparate. Item más, que decían antes, cuando te conocen, los de dentro te saludan diciendo "uuuuuuh, uuuuuuuh, uuuuuuúnete a nosoooooootros". Y da igual que no tengas pasta, porque siempre te lían con la historia esa de "mujer, pues ya me lo pagarás, que no se me va a olvidar". Ya te digo, ojalá se le olvidara, porque siempre picas en ese truco de mierda, viejo y barato pero, joder, qué efectivo. Al final acabas teniendo cuenta en una librería, qué fuerte. ¿Os imagináis? "Ponme en la cuenta Los hombres que no amaban a las mujeres, anda, que aún no he cobrado". "¿Te debo algo de este mes? Sí, las obras completas de Nicanor Parra". Alucinante.
A esto hay que añadir que luego llegan los cumpleaños, Navidades y demás eventos y, pa qué complicarse la vida, cuando abres los paquetes, todos son libros. Cierto que los pediste tú, en el pecado llevas la penitencia... Y los montones crecen y crecen y siguen creciendo. Yo espero a ver qué pasará cuando lleguen al techo, supongo que empezaré otros, pero me encantaría poder hacer un agujerillo y seguir hacia arriba. Creo que el vecino no estará muy de acuerdo. Snif.
Pero, qué queréis que os diga, me molan mis librillos, aunque me agobie cuando los veo amenazándome con caer sobre mí, cuando no encuentro el que busco y tengo que acabar por leerme un coñazo, cuando pienso en lo poquito que ocupa un e-book... sigo queriendo mis polvorientos ladrillacos. No tenerlos cerca sí que sería un estrés y un sinvivir.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Una caña sólo, que me tengo que ir

Probablemente, la de arriba sea una de las frases más largamente repetidas a lo ancho y alto de nuestra piel de toro y... además, una de las mentiras más repugnantes. ¿Quién, realmente, se toma sólo una caña porque se tiene que ir? Una madre que ha dejado a los hijos por doquier (no abandonados por ahí, mal pensados, sino en el cole, casa de la abuela, un cumpleaños, ballet, etc.), un diabético (si se toma más de una, malísima cosa) o alguien tan absolutamente disciplinado que nunca se encontrará en la lista de mis amigos (a lo mejor, por fortuna para él, porque mis amigos son como yo... o casi).
La primera vez que me recuerdo diciendo tamaña tontería, fue hace unos quince años, después de un examen. Palabrita que yo estaba convencida de irme a mi casa, que tenía cositas que hacer (si bien no recuerdo cuáles). Pero ahí entra la truculenta mente de los colegas: en un momento que vas al váter, hala, ya te han pedido otra. Con esa dinámica, te pasas la mitad de la tarde en el váter y la otra mitad bebiéndote lo que te piden mientras estás ahí dentro. Qué agobio, de verdad.
Y eso sólo es la primera. Luego, a alguna mente privilegiada se le ocurre pedir una tabla de quesos (qué ricos, oye) y, claro, el queso pide tintorro... o cerveza, como era en este caso.
Luego, como empieza la gente a alegrarse, pues hay que brindar por unos y otros, los cumpleaños pasados, presentes y futuros y la tía de la abuela del cuñado del camarero, que pone cara de póker pero, seguro, está hasta la bolilla de tí y tus colegas, ahí armando bulla y dando el coñazo. Y no os echa porque, al fin y al cabo, os estáis dejando las pelas.
Después, hay que brindar por el Atleti, que fue el último año que ganó la liga (snif), decir unas cuatrocientas tonterías, entre ellas "oye, que yo me tengo que ir". Y vosotros diréis: vamos a ver, ¿para qué tenías que irte tropecientas horas después? Pero tú ya no recuerdas exactamente qué es lo que tenías que hacer, aunque supones que era algo medianamente importante, si no, no habrías dicho que sólo querías una caña.
Entonces aparece en la tasca alguien que conoce a alguno de tus amiguetes y vuelta a empezar: que si "cuánto tiempo", que si "tómate algo", que si "mira, ésta es ésa y ése aquél", presentaciones diversas que dan para otras tantas cañas. Tú, ahí, subsumida en vasos (mola el palabro, lo decía una jefa mía), que se te acumula el trabajo y la cosa se agrava, porque cada vez te haces más pis.
En ese momento, descubres que alguien pidió una de bravas y te las tienes que apretar, porque se están quedando frías, pero otro alguien te larga otra cerveza para que pasen, porque es mentira, no se están quedando frías, queman como demonios y te has escaldado la lengua. Piensas, por enésima vez, qué porras pintas tú ahí, si tenías, en realidad, que irte... Pero tu voluntad es cada vez más débil. Por fortuna, de otra forma, quedarías como una nenaza aburrida y la fama cuesta, como decían en la tele hace milientos siglos.
A todo ésto, las once de la noche... y tú tenías que irte a las cinco, malhaya sea tu suerte. Así que alguien te dice "si ya no llegas, tómate otra, mujer" y tú piensas que, efectivamente, de perdidos al río y te tomas una, que tampoco vas a ir muy lejos ya...
De esa forma llegas a la penúltima, porque el camarero siente compasión de vosotros y decide invitaros a una ronda. Nos ha jodío, doscientos millones de euros en una  tarde, es para invitarte a seis o siete, no a una... Generoooooooso. Y tú no vas a decir que no, claro está, que te quedan doce brindis más por la exaltación de la amistad y esas cosas que pasan ya a estas alturas. Oéoéoéoé.
Total, que llegas a casa a las mil y te encuentras lo que tenías que hacer, tan mono ello. Pero menudo cuerpo que traes para ponerte a resolverlo.
Qué queréis que os diga, nunca se puede creer que te vas a tomar una sola caña, porque jamás lo haces y, al final, es un estrés y un sinvivir.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Yo sólo iba a por el pan...

Me apuesto las orejas y no las pierdo (por favor, que no las pierda, que cómo me voy a sujetar las gafas si no) a que a todos os sucede esto con más frecuencia de la que quisiérais:
Típico día sin pan (casi siempre, condenada al puto molde, snif) y te dices: pues voy a comprar una barreja. Te bajas a la tienda en chándal y chancletas (porque sólo vas a por el pan - creo que, con la nueva ortografía ésa de los huevos, el "sólo" ya no se acentúa, que estrés de verdad) y, según entras en el súper, recuerdas que no tienes detergente para la lavadora, menos mal que has venido aquí y no a la panadería.
Como han cambiado la distribución en el supermercado, qué manías tan tontas, oye, pasas por delante de los dulces de Navidad, que están ya ahí preparados y sólo es noviembre... justo la única época del año en que me apetecen polvorones y mazapanes. Oye, qué ricos, unos poquitos... Ay, y tomates, que el único que queda en el frigo está tan arrugado y putrefacto que da miedo, cualquier día me ataca.
¿Dónde coño está el puto pan? Anda, mira, si están de oferta las pechugas de pollo, quinientos kilos, pues congelo y me duran más. Y yo, ¿qué congelador tengo, de 900 metros cúbicos? Y tanto pollo, joder, con la de hormonas (hormonísimas) que tiene. Hormonas empanadas, hormonas a la naranja, hormonas fritas, nunca imaginé que la hormona se pudiera cocinar de tantas formas. Creo que me estoy liando.
Voy a aprovechar para coger unas cuantas latas, que luego siempre vienen bien para resolver una comida de última hora: que si atún para ensaladas, maíz (transgénico y baratísimo, como a mí me gusta...), un par de concesiones: fabadillas, lentejas y tal, catorce mil calorías pa'l body. Bieeeeeeen.
Pero bueno, ¿el pan no estaba antes en este pasillo? ¡Anda, queso! Sólo un poquito, que luego me lo como...
A todo ésto, he tenido que salir a coger un carrito, porque tenía ya los brazos como un mozocuerda de tanto paquete... Y sigo sin encontrar el pan. ¿Se estará escondiendo de mí, el muy cabrón? Pero las cerves, allá se las distingue, tan erguidas ellas, bíjate tú, oferta de marca el Pato, ¿a qué sabrá?
Un pasillo lleno de cosas de cereales, lógicamente el pan debería estar aquí, con sus amigos... Pues no, en cambio hay tropemil historias empaquetadas para desayuno, de esas que se quedan duras y se sorben toda la leche ellas solitas, las muy glotonas. Las odio, pero me llevo un paquetillo, para no entretenerme preparando desayunos. Qué ajco. Y el pan ha huido.
Uy chocolateeeee. No, esta vez no, que luego ya sé cómo acaba la historia. Bueno, unas chocolatinas, que son pequeñitas...
Anda, mira, estoy al lado de la caja y está libre. Ésta es la mía. Pero, ¿cómo me llevo todo esto? No traigo carro, ni na de na y me da palo coger doce mil bolsas, estoy en plena ráfaga ecoloalgo. Bueeeeno, compro un par de bolsas reciclables, que luego me valen para más veces. Una mierda, tengo doce mil en casa, nunca han vuelto a salir, desde el día que las compré, se sienten secuestradas y suuuuuuufren. Jaarl.
Hala, muy bien, la broma me ha salido por un montón de pasta. Además, tengo los pies helados, porque bajé en chancletas, me toca subir la compra a pulso, con lo que pesa. Y, obviamente, no he traído pan. Pues ahora baja su puta madre. Yo me quedo aquí, con el molde asqueroso y los biscottes.
De verdad, no compréis nunca pan, sale carísimo, engorda un montón y, además, es un estrés y un sinvivir.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Fenómenos paranormales (uuuuuuuuh, qué mieeeeeedo)

Anoche estuve viendo un ratejo el programa de Iker Jiménez y comprendí, con un súbito ataque de lucidez (me dan pocos, pero alguno sufro de vez en cuando) que no necesito la tele, que mi vida se ve constantemente afectada por fenómenos paranormales y eso da miedito. Yo creo que tengo material suficiente para montar mi propio espacio de televisión. Probablemente lo titularía "Fantasmas, un estrés y un sinvivir". Qué original ¿verdad?
Podría empezar con un capítulo dedicado a casas encantadas, en las que extrañas presencias alteran mi cotidiano trajinar. A continuación, dedicaría una parte a fotografías inexplicables, luego me entretendría en noticias de actualidad y, por último, contaría una genuina historia terrorífica. Total, unas dos horas de tabarra que os tendríais que tragar, fermosos lectores.
Efectivamente, mi casa está encantada. A veces, en medio de la densa nube de la calefacción, una ráfaga fría me hiela los huesos, como si una mano gélida se me posara en el cogote. Quizá sea el espíritu de la anterior dueña de la casa pero, por lo que se paga de calefacción al mes, más me creo que sea que estas putas ventanas no cierran, sobre todo la corredera del salón. Y sale barato un cristalero, como para arreglarlo, con los tiempos que corren.
Otras veces, los objetos se mueven misteriosamente. ¿Dónde está el libro que estaba leyendo? Si lo tenía en el brazo del sofá... ¿Por qué ahora está justo debajo? ¿Habrá sido el espectro o el patadón que le he dado hace un momento? Miro con una linterna debajo del sillón y veo los restos de una vida alternativa: huesos de aceituna, un lápiz, dos pinzas de la ropa... alguien muy delgadito, o un espíritu, está viviendo ahí y se deja todo el ajuar a la vista. Intento sacar el libro usando el palo de la escoba y ésta se rebela y me pega un estacazo entre los ojos. Sí, tiene vida propia, es la escoba de una bruja... Y el libro se abre solo, por la página 666, justamente ahí perdi mi  boli nuevo... o se lo llevaron los monstruos, no me extraña que se abra el libro, ni que no encontrara el boli, ¿habrá sido cosa mía o del fantasma?
¿No os vale con estos ejemplos? Pues ahí van más cosas: ¿Qué fue de mis calcetines? Nadie lo sabe, pero sólo encuentro uno de cada par. La lavadora calla, pero creo que sabe algo. Seguramente alguien de la cadena de montaje sufrió horribles mutilaciones mientras la ensamblaba y su espíritu, sin descanso, se venga en mis calcetines.
Y lo peor sucede, como siempre, por las noches. A veces, cuando todo está en silencio, se perciben claras psicofonías... del vecino de arriba, que folla a gritos con la novia. Pero, oye, en la oscuridad da hasta miedo. Intento grabarlas, pero no me chufla el cassette. Tal vez un duende informático, tal vez que tiene 20 años y le faltan las pilas y la cinta. Además, ¿dónde puedo reproducir ahora una cinta? Misteriooooooooo. Todo en mi casa es misterioso.
Pasando al segundo apartado, las afotos misteriosas. Nadie ha resuelto aún el enigma de por qué salgo con cara de culo. He oído comentarios acerca de antepasados que nunca quisieron fotografiarse. Quizá se venguen de mí por vender tan barato mi espíritu... o soy así de fea, que ha sido siempre mi hipótesis de partida.
Pero lo que sí es paranormal es esa mano perversa que, en las fotos de grupo del BUP, me pone orejas de burro. He investigado a varios alguienes, situados detrás de mí en estas tétricas (no hay otra forma mejor de describirlas) imágenes y todos ellos perjuran que la mano no es suya. Es evidente que un espectro furioso me llama borrica con todas las letras. ¿Quién me liberará del maleficio? A lo mejor, con un buen exorcismo aparezco fermosa y sin orejones.
La sección de noticias de actualidad, también tiene miga en mi caso. Tras intentar depilarme el bigote con unas pinzas, mi cara parece haber sido atacada por un chupacabras. ¿A alguien más le sucede? Pondría aquí fotos para demostrarlo, pero la mano fantasmal me pondría orejas de burro y ya estoy harta de cachondeíto. Snif.
Y, para el final, dejo el relato de terror: Esto era una chica que está en casa, repanchingada, durmiendo la siesta, cuando extrañas musiquillas invaden su sueño. Es la reina de la noche, que pugna por abrirse paso en mi mente. Siento que es el preludio de algo terrible, su (mi) corazón lo sabe y lo teme, pero no puede (puedo) hacer nada para remediarlo. Consigo abrir los ojos, sobresaltada, y coger el puto teléfono, tengo que quitarle la musiquilla de Mozart, me pego unos sustos que pa qué con ella. Descuelgo y, sí, horror de los horrores, una voz indistinguible, salida también del universo de las psicofonías, me dice "hola, soy Pepita Pi, de Pitflús telefón y quiero explicarle las enooooormes ventajas de contratar con nosotros una mierda de línea telefónica, para poder seguir recibiendo toooooda su vida este coñazo de llamadas, ya que nadie más que los que queremos vender algo usamos el fijo". Cojones. Menos mal que, la mitad de las veces, cuando encuentro el teléfono ya han colgado, porque primero intenté contestarle al mando del DVD.
Como habréis comprendido, esto no puede ser, tantos fenómenos paranormales van a acabar conmigo. Esto es un estrés y un sinvivir.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Los números mienten... y mucho

Venía pensando esta tarde en ese magnífico bolo que nos hemos tragado todos, sin pestañear siquiera: que los números son algo exacto y que si queremos ajustarnos a la realidad, lo mejor que podemos hacer es expresarlo mediante cifras. Eso lo deben decir los matemáticos, para que no desesperemos en el cole. Valiente cagada.
Cuando me voy al curro, por las mañanas, en un momento puedo ver tres relojes digitales diferentes: el del bisho (digo mi coche), el de fichar y el de la entrada. ¿Os lo imagináis? Qué listos. Pues sí, cada uno marca una hora distinta. En el caso de mi coche, encima, la hora de verano (aún no lo he cambiado, me suelo acordar en mayo, justo antes de volver al horario del calorcito, lo sé, soy un poquito desastre) más unos cinco minutos de adelanto. Y siempre me pregunto: ¿qué puta hora es? A quien le pida ayuda, siempre me dirá que el bueno es uno distinto, seguro. ¿Llego pronto, tarde, a tiempo? Lo ignoro. Snif.
Al volver, según salgo de Alcalá, en la fermosa rotonda de mis amores (sí, ésa, la más gorda) veo una señal monísima, que pone "40". Y yo, toda hábil, deduzco que es el límite de velocidad. Ilusa de mí. Me meto en medio del berenjenal, cagando leches, más o menos a 10 por hora y con un sólo carril (todo él de tontos, debe ser). Motivo, el de siempre: alguien, mejor dicho, varios alguienes, acompañados de enorme y acojonante grúa y una colección de conitos naranjas como sacados de una caja de Playmobil, están buscando el tesoro de turno (o embarcados en alguna obra, nunca se sabe muy bien). Lo cachondo es que la señal es amarilla, verbigracia, señal de obras. ¿Se está cachondeando de mí, entonces, el indicativo icterícico de los huevos? NO, es que miente, como todos los números.
Me pongo a pensar en las señales que indican velocidades improbables y veo, al mismo tiempo, que el cuentakilómetros tiene una rayita roja en el 130. Pero ¿el límite de velocidad en España no era 120? ¿Por qué me marca esa tontería? Y recuerdo que en la autoescuela decían que se aceptaba un desfase de un 10 por ciento, respecto al límite de velocidad, sin incurrir en sanción, porque podía deberse a la calibración de cada cuentakilómetros. No sé si esta chorrada será ahora válida, pero las cuentas siguen sin salirme. En teoría, si es así, podría subir hasta 132 kilómetros por hora, no a 130. ¿Lo redondean en 10 kilómetros por encima? Pues volvemos a lo que decía antes, que los números mienten, coño.
Pero no penséis que ahí acaban las tontunas, no, la cosa sigue: llego a Madrid y voy a recoger unos pantalones muy chulos (bueno, seguro que a vosotros os parecen una horterada, pero a mí me molan y soy yo quien se los va a poner, así que os fastidiáis) y me dice el tío: "¿qué talla gastas?", "una 44", le digo yo (menos risitas, ¿eh?). Viene con unos en la mano, con enorme pegatina que pone "46". Lógicamente pienso, ¿me está llamando culo gordo, el tipejo éste? Pero él, en cuanto me ve la cara, me suelta: "es que la 46 de esta marca es como la 44, dan poca talla." Y tan poca, hay que joderse. ¿Para qué le pondrán tallas? Bastaría con que el vendedor te mirara un rato el culo y sabría cuáles te valen, en vez de hacer tú el merluzo diciendo numerajos, que no valen para nada. Acabarás yendo a probarte unos vaqueritos, divinos de la muerte, de la talla 54 y tú, con cara de "esto es lo más natural del mundo" puedes decirle a todas las que te estén mirando y pensando, "pobre foca", alguna gilipollez como "no, si es que dan poca talla, me pruebo los más enormes y luego voy bajando, que es más fácil".
Pues no es todo, no vayáis a creeros. Al volver, en la parada del autobús, veo un fastuosísimo panel luminoso, donde aparecen los números de los autobuses  que pasan por allí y el tiempo de espera. Me fijo bien en el tropemil, el mío: 6 minutos. Mosqueada ya de tanto numerajo, empiezo a contar, al tiempo que miro la pantalla. Veo como van pasando los minutos y mi autobús desaparece de la pantalla, pero no aparece por la calle. En teoría, ya llegó, pero yo, junto con unas cuatrocientas personas que han llegado en esos supuestos 6 minutillos, seguimos ahí, con cara de tontos. ¿Para qué ponen ese panel? Saldría más barato un póster.
Cuando por fin llego a casa, saco un paquete de calcetines sin abrir y veo que pone "tallas de 36 a 40" (o algo parecido, he tirado la etiqueta, por falsa y por cabrona). Yo gasto un 38... ¡y no me valen! ¡¡¡¡Joder!!!! ¿También tengo gordos los pies? Debe ser eso, porque antes gastaba un 37. Es que cambiaron el tallaje de los zapatos, ¿véis como mienten, los muy bellacos?
Estoy segura que, cuando vaya a comprar el segundo volumen de "Sinuhe el egipcio" me dirán que ahora el tomo dos es el siete, que lo han cambiado en la editorial. Y me quedaré sin conocer el final de la historia. Menos mal que ya lo leí.
Hacedme caso, olvidaos de los números, que os engañan. Creer en ellos es un estrés y un sinvivir.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Bienvenida al carril de los tontos

Tengo que reconocerlo, es el mío. Desde que me saqué el carnet de conducir, tengo plaza reservada en el carril de los tontos. Ya sabéis, el que siempre va más lento.
Lo cachondo es que este puto carril no es siempre el mismo, sino que te acompaña: si vas por la derecha, es el de la derecha, todito lleno de incorporaciones. Si vas por el del centro, está petado de mendrugos circulando a 70 por hora. Si te echas al de la izquierda, seguro que unos kilómetros más adelante hay una hostia y tú y tus precedentes os convertís en una procesión, tan mona y tan lentita ella.
Que conste que llevo años intentando librarme del nefasto influjo de esta vía que no lleva a parte alguna... sin un retraso de cojones. Pero no hay manera.
Cuando salgo por las mañanas camino del curro, el carril de los tontos ya está constituyéndose, y eso que salgo con las gallinas. De hecho, tengo un convenio con el ayuntamiento de Madrid: yo les pongo las calles del barrio y ellos no me cobran la ORA. Pero eso es otra historia que llamaré "el que madruga, encuentra todo cerrado" (lo pone en una camiseta mía, que conste). Siempre creo que le pillaré despistado y conseguiré escapar, pero ¡quia! el muy maligno me está esperando.
Pero, como es así de asqueroso, me engaña. A las siete menos cuarto, el carril de los tontos tiene un montón de huecos libres, así que puedes ir, maomeno, apañándote, hasta la curva de San Fernando o por ahí y crees que, por hoy, lo habrás dejado atrás y le tocará a otros pringados que no se levantan prontito, como tú. Jajá. Es entonces cuando una recua, digo yo que de sanfernandeños, se abalanzan sobre mí y  ¡hala! ¡ya estamos! Todos los tontos juntos, mientras que los otros dos carriles, o bien van tan agustete o, por lo menos, mantienen un tráfico decentillo.
Ahí llega el momento "mástonto", cuando TODOS  a la vez decidimos cambiarnos a otro carril y, lo más cachondo, es que todos elegimos el mismo. Esto se llama unanimidad. Entramos, por tanto, en la segunda fase que ya comentaba antes: el carril de los tontos no siempre es el mismo, pero yo siempre estoy en él, acompañada de otros cuatrocientos mil millones de coches. Así me gusta: tonta, pero con dos cojones.
Mariconeando, marcioneando, nos tiramos, por lo menos, hasta Torrejón de Ardoz, donde hay una tercera avalancha en el carril de los tontos. Mooola, ya somos otros tropemil más, haciendo el caracol (por lo despacio que vamos y por lo babosos que se ponen algunos) por la A-2. Pues sí que estamos buenos.
Siempre pienso que, la próxima vez, haré una jugada astuta, con un cambio ultrarrápido de carril, para saltar esta incorporación y colocarme en mi sitio más adelante. El problema, que siempre hay algún ansioso que, por entrar en nuestra particular vía de merluzos, que es la que le mola, se la pega entre el 22 y el 23, justamente por donde yo me desvío hacia esa Alcalá de mis amores, testigo de buena parte de mis tontunas. Y, claro, si le sorteo, luego no puedo meterme por la desviación que me toca, ya que todo está lleno de mis amigos y colegas, los tontos, que no se han movido (ellos sí que saben). En fin, que si lo hiciera, me pasaría la entrada y tendría que seguir en el carril de los tontos, al menos hasta La Garena.
Total, que hago todo el recorrido a dos por hora, que parezco el caballo de un fotógrafo y, encima, aguantando las lucecitas de los cagaprisas y los 8X8 (expresión que le agradezco a la Gusi y el Guzmán), que seguro se están cagando en mis muelas, pensando que la culpa es mía y únicamente mía. Pobres ilusos, no comprenden que, una vez que has probado las delicias de ese carril fatal, te acompañará durante todos tus años de conductor.
De verdad, no conozco a nadie que, una vez entrado en el carril de los tontos, haya sido capaz de salir de él. Esto es un estrés y un sinvivir.

sábado, 30 de octubre de 2010

Halloween

Tengo unos cuantos vecinitos, entre los seis y los doce años, a los que sus padres todavía no dejan salir a la calle solos. Así que, los pobres, se dedican a dar por saco a los vecinos, visitándonos en ocasiones señaladas. Son un puñadillo, así, pequeñitos, con cara de bichejos. No sé cómo se llama ninguno, ni si son hermanos o primos, ni dónde viven exactamente. Quién sabe, a lo mejor son de alguna urbanización del extrarradio y sus padres los traen aquí para que nos den la tabarra a nosotros... Cualquier cosa sería posible.
Ellos aprovechan cualquier circunstancia para llamar a las puertas. En Navidad, por ejemplo, vienen a pedir el aguinaldo. Y no sólo te sacan los cuartos (como no tienen bolsita para guardar el dinero, sino que se lo tienes que echar en la pandereta, te toca darles un billete para que no se les escurra por los huecos), es que, encima, tienes que oirles cantar (gññññññ).
En Semana Santa, vienen vestidos de nazarenos, con un cirio en la mano, desfilando con solemnidad en el portal, entonando lúgubres cánticos y llevando a cuestas una Última Cena. Bueno, esto, en realidad, es mentira. Me podía dar un yuyu si me los encontrara de esa guisa. Pero quién sabe, los considero capaces de todo.
En San Juan, por ejemplo, llenan el portal de ascuas y lo cruzan descalzos. Ya van cinco incendios... Que no, hombre, que esto también es mentira...
Lo que sí es verdad es que, en las noches como hoy, vienen a hacer el "truco o trato". No sé cuándo se ha introducido esta repugnante costumbre en nuestras vidas, pero ahí está. Qué estrés, de verdad, cada vez nos volvemos mas yanquis, ¿por qué no vendrán vestidos de alcarreños, a vender queso y miel?
Cuando llaman a mi puerta recuerdo las películas aquéllas en las que Jamie Lee Curtis (no sé si se escribe así, os fastidiáis) huía perseguida, por un tiarrón, grande como un armario ropero, que llevaba un cuchillo cebollero (ojalá, por cierto, cortara el mío tan bien como ese) y se la quería cargar en Halloween. Y me imagino abriendo la puerta de golpe y diciendo: "ñeñeñeñeñeñeñe" y persiguiéndoles con la espumadera... o con un hacha, yo qué sé. Para ver si, de verdad, les molan tanto las historias de miedo.
Pero nunca lo haré, por supuesto. Lo que hago, cuando suena el dindón, es apagar la tele y las luces. Me quedo muy quietecita en la oscuridad, en silencio, respirando entrecortadamente. Ellos pulsan el timbre un par de veces más, pero yo no me muevo ni hago ningún ruido. Les oigo, al otro lado de la puerta, murmurando: "Pues yo creo que sí está". "Pues yo no veo ninguna luz, ¿oyes tú algo?" Y así un ratillo.
Hasta que, rendidos, convencidos de mi ausencia, llaman a la puerta de al lado.
Me río suavemente de mi habilidad (jiejiejiejie), otro año he vuelto a librarme del acoso de los monstruitos. Me prometo que, al año que viene, esto no sucederá. Abriré la puerta muy sonriente, fingiré cara de horror al ver sus lamentables disfraces y les ofreceré unas bolsitas de chuches, para que estén contentos y no me tiren huevos a las ventanas. Para que se pongan gorditos y se les piquen los dientes. Para que sus madres y padres me odien por cebarlos indiscriminadamente.
Mientras vuelvo a encender la luz y a poner la tele (esto me lleva un buen rato, porque estoy intentando hacerlo con el teléfono y no me doy cuenta hasta la cuarta vez) me prometo a mí misma que, al año que viene, NO ME COMERÉ YO LAS CHUCHES QUE COMPRÉ PARA HALLOWEEN. Que me he fundido seis euros en gominolas y regalices, los dientes se me han puesto gordos, de tanto azúcar y tengo las manos tan pringosas que he ido dejando manchas en los picaportes de las puertas. De hecho, al intentar encendenr la tele, se me han quedado pegadas dos teclas del teléfono en los dedos.
Ya lo sé, es lamentable, pero lo reconozco. A mis años, sigo siendo adicta a las chuches. ¿Alguien puede decirme dónde está la sede de "Golosos anónimos"? Esto es un estrés y un sinvivir.

domingo, 24 de octubre de 2010

¿Era éste mi móvil?

En fin, amigos y vecinos. Veo que mi anterior entrada ha levantado ampollas y que, a partir de ahora, todos estaréis discutiendo sobre si debemos dejar entrar a la cebolla en nuestras vidas o volvernos, sin más, unos sosos. Así me gusta, que os hagáis preguntas, eso amplía horizontes.
A ver qué os parece esto otro:
Alguna vez, cuando intentábais hablar con alguien por teléfono y no daba ni señal ¿habéis comprobado que estábais marcando el número con el mando de la tele, en vez de con el móvil? ¿Síiiiiii? ¡Qué consuelo, por favor!
La primera vez que fui testigo de una gilipollez de este estilo, fue mi padre (besos, guapo) el responsable, mientras yo intentaba ver una peli. Si no, ni me hubiera dado cuenta, ya habéis podido comprobar que soy ligeramente despistadilla.
La anécdota nos dio para un mes de risa, poco más o menos, pero ya se sabe que en el pecado se lleva la penitencia. Últimamente he intentado llamar a más de un colega con el mando del dvd, el de la tele o el del equipo de música. Todo vale para luego echarle en cara que tiene siempre el teléfono apagado. Y claro, los pobres me ponen cara de "¿cómooooor?" cuando les reprocho su autismo.
Y es que los mandos, los móviles y otros artilugios "electrósnicos" cada vez se parecen más.
En los primeros tiempos de los mandos a distancia, no sólo no había otros con los que una se pudiera confundir, es que resultaba imposible. A lo mejor podías tomarlos por una calculadora, todo lo más (que conste que conozco un caso, pero no doy nombres, de uno que se llevó el mando de la tele a un exámen de mates), tan enormes y mazacotes eran.
Pero ahora, desgraciadamente, las cosas han cambiado. Todos son pequeñitos, ergonómicos y de colores similares (negros, grises...). Como, además, solemos tener once mil artilugios en casa, todos puestos encima de la mesa, de verdad, con la mando en el corazón ¿quién no se hace la picha un lío?
A mí me pasa habitualmente: suena el móvil y cojo el mp4 así que, en vez de contestar, me sale una canción de los Linkin Park. Intento averiguar qué ponen en algún canal... y enciendo el aire acondicionado. No consigo ver mi último DVD, porque puse a cargar el mando en la plataforma del teléfono fijo. ¿Por qué cojones lo llamamos fijo, si ya no lo es?
¿Y qué me decís de tener que ir al baño? Cuando la necesidad aprieta, como no puedo ponerme a distinguir qué es cada cosa, me tengo que llevar tres o cuatro trastos al baño, confiando en que alguno sea el móvil, porque alguien, no lo dudéis, me llamará en plena concentración intestinal. Espero que no seáis ninguno de vosotros. Lo malo es que, casi siempre me confundo y, al oir la llamada, enciendo la tele.
Luego, cuando vuelvo al salón, tengo que utilizar el fijo para llamar a mi móvil, porque no recuerdo dónde lo dejé. Al final, cuando lo consigo, ya que trato de llamar, primero, con el mando del equipo de música, luego con el del dvd portátil que está en el pueblo y que no puedo usar más que poniéndomelo en las rodillas, porque perdí el mando de los cojones, suena y, sí, lo habéis averiguado: el móvil está en el water, olvidé recogerlo a la salida. El caso es que siempre tengo ocho mil llamadas perdidas cuando por fin lo encuentro y, como soy así de desastre, pienso, "uy, qué necesaria soy, que todo el mundo me llama". ¡Sí, un huevo de pato! Todas son llamadas mías, buscándome a mí misma. Qué penita de mujer.
Hace tiempo vendían en las tiendas unos mandos que decían que eran universales y que valían para todo. No sé si alguno lo habéis comprado. Yo no lo hice porque estaba segura de acabar llevándomelo al trabajo en vez del teléfono. ¿Pues no decían que valía para todo? Así que sigo rodeada de un caos de mandos y teléfonos, poniéndome en la oreja el aparatejo para encender el compact disc cada vez que oigo una musiquilla lejana, recibiendo mil mensajes en mi buzón de voz (la mayoría míos, ya que tengo que llamarme, pues me dejo un mensaje y todo, no faltaba más).
Y aún no os he dicho lo peor. Tengo un cajón, en el mueble de la entrada, al lado del de las gafas, que está lleno de teléfonos móviles viejos. ¿Cuándo los tiraré? No antes de aprender cómo se recicla el coltán ése de las narices. Además, alguna vez he tenido que buscar allí el mando de la tele...
Vamos, que la proliferación de aparaticos electrónicos que se parecen tanto entre sí es un estrés y un sinvivir.

sábado, 16 de octubre de 2010

La tortilla ¿con cebolla o sin cebolla?

Creo que cualquiera de vosotros ha discutido sobre este tema al menos quince millones de veces en la vida. La tortilla de patatas ¿debe llevar cebolla? Lo sé, es terrible que, con los tiempos que corren, sigamos perdiendo el tiempo discutiendo sobre algo tan absurdo, en vez de salvar a la humanidad de la galopante crisis o cualquier otra cosa igual de estúpida y/o grandiosa.
Porque es evidente que la tortilla debe ser con cebolla. Claro, sencillo y contundente.
Y no hay nada más que decir. Faltaría.
Sin embargo, algunas personas no se dan por enteradas y así nos luce el pelo. Mi mejor amigo me discute este axioma desde hace casi cuarenta años (jaaaaaaarl). Según él, hay montones de argumentos para cocinar la tortilla de patatas "sin cebolla". (¿Será asqueroso?)
Primero: ¿Por qué se llama tortilla de patatas y ya está? Si fuera con cebolla se llamaría "tortilla de patatas y cebolla". Lógico.
Segundo: Según no sé quién que conoce él de buena tinta, la genuina tortilla castellana, siempre se hizo sin cebolla. Siempre hay alguien por ahí que asegura tener la genuina receta que se transportaba en el Arca de la Alianza.
Tercero y más importante: A él le gusta sin cebolla. Y punto pelota.
Claro está que yo puedo contestar a sus tres aseveraciones sin que se me despeine el flequillo.
Primero: No te vas a poner cansina enumerando tooodos los ingredientes de tus guisos. ¿Acaso dices "Menestra de judías, alcachofas, guisantes, zanahorias, patatas..."? Pues no. Dices "menestra de verduras" y, en casos realmente autistas "menestra". Es evidente que la menestra tiene verduras, ¿para qué coño repetirlo? Pues lo mismo pasa con la tortilla de patatas, es tan obvio que lleva cebolla que no es necesario decirlo. Seguramente, cualquier filósofo diría que este razonamiento mío tan aplastante está viciado de base. Pues que se joda...
Segundo: generaciones y más generaciones de Ruices, mis siempre honrados ancestros, han cocinado las tortillas de patatas con cebolla y, ¿por qué no va a ser tan válida o más su receta que la de no sé quién, que a saber tú quién será? (qué caña de frase, mooola). Pues a ver si no vamos a ser nosotros tan fermosos e importantes. En todos los mentideros se sabe que nuestros guisos han dado varias veces la vuelta al mundo, no como los de cualquier otro por ahí perdido. Pues no faltaría más, hala.
Tercera: Es una lástima que a la gente le guste más la tortilla sin cebolla, porque está mucho más buena con ella, sale más suave, abulta más y todo lo que quieras decir, es poco.
Total, que ya sabéis que si venís a comer a casa y hay tortilla... será con cebolla...
Y lo poco que tardé en tragarme estas palabras, coño. Porque este verano invité a cenar a mi hermana, cuñado y sobrina. Toda ilusa yo, podía haber pedido una pizza. Les comenté, para que fueran felices y lo celebraran con cánticos y gritos, que pensaba hacer tortilla, pese a que lleva miles de siglos prepararla y la cocina te queda hecha una mierda y, en vez de halagos, frases de apoyo y sonoros besos en las mejillas, lo primero que recibí fue un mensaje de mi hermana: "la tortilla, por favor, sin cebolla, que a la niña no le gusta". Joder.
Qué no hará una por una sobrina, hasta transgredir sus principios más sagrados. Estoy segura de que, cuando llegue a las puertas del cielo, San Pedro no me dejará pasar por culpa de esa maldita tortilla. Lo peor que se puede hacer en esta vida es faltar a tus principios. Snif.
Total, que se ha abierto la caja de los truenos y ahora, cualquiera que venga a cenar a casa, se permitirá el lujo de enmendarme la plana y exigir una tortilla sin cebolla, aludiendo al punto número tres del razonamiento de mi amiguete.
Ahhh, pero noooooo señooooor. Una cosa es una sobrina, tan guapetona ella, y otra unos colegas que, si les gusta sin cebolla, no tienen más que traerse su propia tortilla o irse a cenar a otra parte.
Claro que me imagino una cena en mi casa, con unos cuantos colegas abriendo sus tuppers y sacando una legión de repugnantes tortillas, planitas como pañuelos mocosos, amarillas como si tuvieran ictericia y, seguro, sosas. Cájco. Mientras que yo y la gente normal, nos metemos entre pecho y espalda una generosa cantidad de manjar de los dioses. Qué pena, pobrecitos.
Estoy viendo que, para evitar susceptibilidades, tendré que retirar la tortilla de mis menús para invitados y dedicarme a los canapés. Claro que, entonces, empezarán a darme la tabarra con otra cuestión, por ejemplo "esos canapés ¿llevan alcaparras?".Esto es un estrés y un sinvivir.

jueves, 14 de octubre de 2010

A vueltas con las guarreridas

Veo, por los comentarios hechos a mi última entrada, que he puesto el dedo en la llaga al tratar tema tan controvertido como la mugre automovilística. Entre los hallazgos arqueológicos de mi concu (ten cuidado, arqueólogos de Princeton descubrieron en la guantera de una furgoneta una extraña criatura a la que rendían culto en algún rincón del Amazonas. Hubieran ganado un premio... pero todos murieron), la masa móvil de mi sobri y las barbies de mi amiga, creo que mi pobre cochecito ha encontrado, al fin, amigos. Bieeeeeen.
En fin, que todo esto me ha llevado a pensar en otras guarreridas que acompañan mi vida: aquellas cosas que, por algún motivo que no soy capaz de comprender, guardé un día y ahora aparecen para llenarme de desconcierto y robarme el poco espacio vital que tengo.
Sin ir más lejos: el otro día aparecieron, en el armarito que tiene mi mesilla de noche, unas zapatillas horripirmosísimas, rojo chillón, con ese elegante taconazo de cuña que tanto nos molaba a principios de los ochenta. Ya he comentado en otra ocasión que no soy dada a los tacones. Tal vez por eso me hice aquel esguince de tobillo cuando estaba subida a las alturas de tamaña horterada. Una luz apareció en mi mente y me recordé a mí misma guardándolas, entre juramentos contenidos. Ahora bien, ¿por qué cojones las guardé? ¿No estaba ya claro que no pensaba volver a ponérmelas en jamás de los jamases? No tengo respuesta para esta insidiosa pregunta.
Si esto fuera lo único, no me preocuparía pero, lamentablemente, la cosa sigue. Abro un cajón del mueble del recibidor y ¿qué me encuentro? Unos catorce pares de gafas viejas, graduadas para distintos grados de topez, ninguno de ellos el mío actual. ¿Qué demonios hacen aquí todas estas gafas? ¿Estoy esperando a ver si se hacen amigas o si procrean? Y, nuevamente, me recuerdo a mí misma guardándolas, una a una, porque en no sé qué parroquia las recogían para mandarlas a las misiones... Pero, claro está, no las mandé. Allí siguen, hasta que dentro de veinte años las vuelva a encontrar y, por supuesto, el montón habrá crecido.
¿No os parece ya bastante lamentable? Pues la cosa sigue: tendríais que ver el fondo de mi armario, eso sí que es un fondo de armario y lo demás, tonterías. ¿Por qué guardaré yo dos vestidos - encima, vestidos, con lo que me moooolan -? Diréis, "pues para ponértelos, lista". Pero no, no son para ponérmelos, entre otras cosas, porque dejaron de valerme hace unos veinticinco años. ¿Los tendré allí para hacer bulto? Pues lo consigo, no me cabe la ropa de invierno de tanta mierda acumulada. De verdad, parece el almacén de una tienda retro: que si unos vaqueros de pitillo de mi época javimétal, tropecientas camisas horrorosas, de cuellos setenteros, heredadas en diversos trasvases de ropa (ya sabéis, todo aquello que nadie quiere, se lo larga a la hermana pequeña).
Ahí debe estar el problema: está visto que nadie tira nada. Cuando alguien se harta de alguna cosa, se la pasa al hermano pequeño. En mi caso, no sólo mis hermanos, también mis tías me transfirieron guarreridas en algún momento de sus vidas. De ahí viene un abrigo de cuero de color crema (gññññññ), más tieso que la mojama y teñido de marrón oscuro, una chaqueta verde de eso que llamaban "piel de melocotón" (más gñññññ) y una espeluznante colección de bolsos. Y luego yo, como no tengo hermanos pequeños y no soy tan puta como para endiñarle la mierda a mi sobrina Mónica, que es una santa, la pobre, pues lo acumulo en los armarios hasta que, en una ocasión como ésta, hago intención de tirarlo.
Pero luego, cuando lo veo en sus bolsitas, tan mono, civilizadamente esperando una muerte larga y dolorosa (no sabéis cómo chuflan las trituradoras de las empresas de reciclaje, es un horror), pues me dan penita. Y pienso, "a lo mejor alguien recoge ropa y le vale algo de esto, al fin y al cabo, es horrendo, pero no está desgastado" (nos ha jodío, a ver quién se ponía todo eso). Total, que pasa del armario al pasillo de entrada, en espera de una vida mejor. Tal vez, en el próximo intento, reuna ánimo para sacarlo a la calle y que le den por culo de una puta vez.
Y es que hacer limpia en los armarios, qué queréis que os diga, es un estrés y un sinvivir.

jueves, 7 de octubre de 2010

¿Llueve siempre que lavo el coche?

Esta tarde, al volver del curro, el cielo madrileño ha soltado un espurreo de gotas (no más de diecisiete), que no han llegado ni a tocar el suelo, pero que han cumplido a las mil maravillas su siniestro objetivo: engorrinarme el parabrisas del coche.
Creo que esto es algo inherente al homo sapiens motorizatus y siempre se produce en el mismo orden: coche lavadito, chaparrón, pringue, juramentos. Jaarl.
En fin, que cuando he entrado en el garaje tenía el cristal tan blanquito, oye, que no se veía ni torta. Hubiera sido un buen momento para pegármela contra la consabida columna y achacar el desastre a la falta de visibilidad y no a mi bien conocida torpeza al volante (sí, esa que va pisando huevos delante de vosotros por la autopista, soy yo).
Mientras aparcaba, ha venido a mi mente la frase habitual: "Ya estamos, siempre que lavo el coche, llueve".
La maldición de la lluvia afecta a todos por igual, no distingue edades, sexos o condición social. Pero debo confesaros un secreto: en realidad, yo soy inmune a ella porque ¡nunca lavo el coche! No es un consuelo, porque se me empuerca igual pero, al menos, no me he gastado tres boniatos en el túnel de autolavado para luego cagarme en las muelas de la sempiterna nube cabrona que persigue a los conductores.
Hace unos años, una amiga nos llevó a dar una vuelta en su estupendo bólido, precioso, oye. Estaba impoluto y cuando le pregunté "¿es nuevo?". Ella me contestó "ya te digo, cinco lavados". Qué casualidad, los mismos que el mío... sólo que el mío tiene siete años.
Lo llevo a lavar únicamente cuando el volumen de mugre es tal que los niños dejan de escribirme lo típico de "guarro, lávalo (a veces lo ponen con b y todo) que no encoge" y pasan a amasar figuritas con el barrillo. El invierno pasado, lo dejé una noche en la calle y al levantarme por la mañana me habían modelado un belén en el capó, no es coña. Bueno, sí es coña, pero si os imagináis un coche realmente sucio, probablemente esté más limpio que el mío.
Esto supone varias ventajas:
En primer lugar, nadie recuerda nunca de qué color es. Lo cual te viene muy bien si, de repente, te aburres de la tonalidad que elegiste. Siempre puedes decir que es verde, cuando realmente es rojo, porque nadie lo ve, la caca se lo impide.
Además, la porquería acumulada ejerce una función protectora. Yo, desde luego, tendría muchos más arañazos si lo llevara limpio. En cambio, las ya mencionadas columnas del garaje, están de color negro de cada vez que me rozo con ellas. Seguramente, si le diera un testarazo a algún otro coche por la calle me delataría el cerquillo de mugre que dejaría atrás, en vez de la mancha de pintura.
Otra ventaja es que los rayajos que ya tienes ¡no se ven! Cualquiera que te vea pensará que tu bólido es gris metalizado y que, además, eres una conductora divina de la muerte, que nunca le hace ningún bollo ni nada.
Total, que todo son ventajas. Yo no sé por qué andáis gastando los cuartos en limpiezas, si va a llover en cuanto salgáis a la calle.
Porque no me creéis, pero intentar mantener el coche limpio es un estrés y un sinvivir.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

¿Lo mío tiene arreglo?

Debo reconocer que la expresión no es mía, sino de una gran amiga. La soltó, con la naturalidad que le caracteriza, durante una conversación telefónica: "Bueno, me voy a arreglar... si es que lo mío tiene arreglo".
He recordado muchas veces esta frase lapidaria y creo que puedo aplicármela sin ningún género de dudas. A lo mejor por eso mismo hace años que no me arreglo y sólo gracias a mi belleza sobrehumana, que podéis apreciar en la foto, no me echan a escobazos de los lugares públicos.
Sinceramente, arreglarse es un coñazo. En mi caso, tras tropecientas horas de cuidadosa selección de vestuario y complementos y otras ocho mil de alicatado hasta el techo, al mirarme al espejo me veo hecha una mamarracha.
Por ejemplo, odio las faldas y los vestidos desde mi más tierna infancia. Por una parte, creo que se debe al uniforme del colegio y al afán de mi madre porque me durara varios lustros. Me estaba tan largo que, hasta los catorce años, no descubrí que tenía piernas. Y claro, descubrir tus piernas a los catorce significa que, cuando te las encuentras, ¡son peludas! ¡Hala, a darle a la maquineja ésa que los arranca y que, además, te pega unos pellizcos que lo flipas y hace un ruido que te cagas!
Otro motivo para odiar las faldas era que, a la hora de hacer volteretas, siempre se te ven las bragas, con el consiguiente cachondeíto de los amiguetes varones. Claro que, si eres lo suficientemente hábil, puedes dar las volteretas laterales con una sola mano, mientras con la otra te sujetas las sayas, pero, como podéis imaginaros, no era mi caso. Algunas amigas mías llevaban unos pantalones cortos debajo de la falda para prever esta contingencia pero, ya puestos ¿por qué no ponerte, además, debajo, un traje de alcarreña, como decía mi concuñado? Así sólo tienes que ir quitándote capas según las circunstancias.
Descartadas las faldas por todos estos motivos, las opciones de ponerse una bella van disminuyendo a una velocidad de vértigo, claro está. Cierto que hay pantalones monísimos y divinos de la muerte, pero, a qué negarlo, cuando una es, como yo, "de natural frondoso" (forma fina de decir gorda), no quedan igual de bien. Intentad imaginaros un triquini, de los que ahora están de moda, en una talla 52 (que no es la mía, tampoco hay que exagerar)... pues eso, una birria.
Al final, te apañas con los vaqueros, que son muy socorridos y decides adoptar eso que llaman el "look casual", que es la forma fisna de decir que no te apetece ponerte elegante.
Como ya dediqué una entrada a mis camisetas, creo que podéis deducir vosotros mismos el siguiente paso en mi proceso de "guapeamiento". Y si no la habéis leído, ¿qué hacéis? ¿Acaso no seguís el blog en orden? Qué desastre...
A continuación toca decidir si medias o calcetines. En mi caso, todavía no he conseguido ponerme a la primera unas medias sin hacerles una carrera que ni la de San Jerónimo. Mi hermana, en mis años de adolescente, me aconsejó frenarlas con esmalte de uñas. Así, si conseguías detenerla antes de alcanzar la zona visible (para mí, el empeine, no más), te valían para más de una vez. El resultado era que siempre tenía los pies pringosos del puto esmalte y, cuando me las quería quitar, se me habían quedado pegadas a los pies. Hala, venga, con la monada de calcetines que hay ahora en el mercado, tan cantosos que parece que, de cintura para abajo, eres la prima de Arlequín, ése de los carnavales. Pero bueno, al menos es más cómodo. Además, como no me pinto las uñas, porque me las dejaba todas chafadas y llenas de migas de patatas fritas, no tengo esmalte para estas labores de restauración.
¿Y qué me decís del maquillaje? Pues otro tanto. Tras largas horas seleccionando rímel, raya de ojos, colorete y barra de labios, al verme en el espejo me devolvía la mirada la cuñada hortera de Jessica Rabbit. Encima, con lo dada que soy a rascarme los ojos, a mitad de la noche era como si me hubieran dado un puñetazo. Conclusión, que se pinte su abuela. Además, me evito que, si un día no puedo maquillarme, me digan los colegas la originalísima frase "qué cara de muerto tienes hoy, chica".
De esta forma, me queda mucho tiempo para poder arreglarme el pelo... jajá. Ya habéis visto en la foto que mis largas guedejas rubias son un bulo que os han ido contando por ahí. Para eso estoy yo aquí, para desmentir esos rumores. Dado que tengo dos remolinos en la coronilla, uno en el cogote y otro donde antaño hubo un flequillo, ¿para qué voy a dedicar tiempo a peinarme, si me va a dar igual?
Como podéis ver, resuelvo la cuestión tan rápidamente que puedo dedicarme horas bisiestas a elegir el último detalle de mis complementos: los zapatos.
Yo creo que no existe en Madrid calle que no haya tenido que recorrer descalza tras haber asistido a cualquier festejo (bodas, bautizos, comuniones, cumpleaños, inauguraciones varias...) con zapatos de tacón. Lo reconozco, tengo los pies de la princesa del guisante... o tengo un guisante en el zapato, no lo sé bien. El caso es que cualquier cosa que no sean las más muelles pantuflas me deja las patas hechas cisco.
Consciente de ello, a lo largo de los años me he hecho una magnífica colección, que invade la casa, por cierto, de zapatillas deportivas, zapatos planitos, chancletas  y demás, todo blandito, comodísimo y, por supuesto, nada elegante. Se puede decir que soy como Imelda Marcos, pero en macarra. Busco unas que sean lo suficientemente llamativas, para que parezca que las uso de puritito rebelde que soy y ya está.
En conclusión: prepararme para salir me ha llevado unos diez minutillos. Me echo un poco de colonia en las orejas y lista.
Porque, reconocedlo conmigo, tener que arreglarte, incluso si lo tuyo tiene arreglo, para salir por ahí, es un estrés y un sinvivir.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Camisetas

Estoy eligiendo qué camiseta me voy a poner para salir esta noche y la cosa resulta díficil, no sólo porque están casi todas sucias, ya que me olvidé de poner una colada el miércoles, sino porque te arriesgas a desentonar en el ambiente en que te encuentres.
Siempre he sido una fanática de las camisetas, me encantan y me las compro a montones... claro que tienen que ser un poquito especiales.
Una de mis primeras camisetas geniales la compré en Sevilla. Era blanca y, en letras azules y rojas, ponía "Triana república independiente". Me la puse para ir a ver a mi directora de tesis, sevillana ella, pero tan discreta que no fue capaz de hacerme comentario alguno. Sospecho que, en ese momento, empezó a valorar seriamente los contras de dirigir una tesis a alguien como yo.
Aquella camiseta, pobre, falleció tiempo atrás (qué disgusto...), pero otras igualmente fenómenas han seguido su camino, como aquella que decía "no sé si cortarme las venas o dejármelas largas" (lástima de criaturita, era negra ella, con letras blancas, y ahora parece un trapo de fregar, color ala de mosca), la del pollito que le dice al huevo frito "¡Pepe, dime algo!", o mi última adquisición, el Neanderthal entre barriles de cerveza definido como "hombre de las tabernas".
Como no es cuestión elaborar aquí un catálogo de todas mis camisetas pasadas, presentes y futuras, os recomiendo que os fijéis cuando me veáis y vayáis, vosotros mismos, tomando nota. No creo que eso os sirva de nada pero, por lo menos, estaréis entretenidos un rato.
En el curro mis camisetas son tema de conversación habitual, sobre todo de dos o tres compañeros, que se parten de risa cuando me ven aparecer con una nueva y me preguntan, constantemente, dónde consigo cosas tan chulas. Y yo les digo que, el que algo quiere, algo le cuesta, que hay que patearse muchas tiendas para encontrar una camiseta interesante.
Lo bueno es que los colegas, a la hora de mi cumpleaños, lo tienen muy sencillo, siempre me regalan camisetas y algunas de ellas son tan geniales como si las hubiera elegido yo misma. Debe ser que soy una mujer fácil de conocer... al menos, en lo que a camisetas se refiere.
Así que, ya sabéis, si encontráis una camiseta chula, avisadme, que voy a por ella. Porque mi fondo de armario está, ahora mismo, pelín escaso, algunas de mis mejores adquisiciones se han convertido en andrajos (snif) y una tiene una reputación que mantener.
Y es que estar en la cresta de la ola en lo que a moda se refiere, es un estrés y un sinvivir.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Mi vaca y yo

Antes de irme de vacaciones, me compré una vaca enlatada: ya sabéis, uno de esos botecitos, con agujeros en la tapa, que les das la vuelta y sueltan un ruido similar a un mugido. La verdad, era algo que deseaba fervientemente desde hace más de veinte años, mi propia vaca. Acompaña mucho una vaca, yo las recomiendo como animales de compañía: como son de mentira, ni se cagan, ni tienes que darles de comer, ni protestan más que cuando tú les dejas. Aquellos niños que se engancharon al tamagotchi yo creo que fue porque no tuvieron una vaca.
Enseguida cogí mucho cariño a mi animalillo y decidí llevarlo al trabajo. Algunos colegas tienen plantitas en la repisa de la ventana, pues yo tengo una vaca y hago uso de ella cuando me encuentro con alguien o cuando hablo por teléfono.
Me explico. Si coincido doce mil veces cada día con un compañero, puedo hacer tres cosas: ser una autista y no saludar más que una vez y mirar, las demás, hacia otro lado; ser una plasta y hacerlo todas las veces y ser una mujer práctica y sacar a pasear a la vaca.
La primera opción, es obvio que no me gusta, ya que se te pone cara de gilipollas y, además, yo no soy capaz de callarme ni debajo del agua, iría contra mi naturaleza. La segunda es la que practiqué durante años, con el resultado de que la gente se escondía en los rincones, pasillos y cuartos de baño cada vez que me veía pasar (es broma, pero seguro a más de uno se le ocurrió hacerlo, tras tener que saludarme cuarenta y ocho veces seguidas en un día).
En cambio, con una vaca todo es mejor y más bonito. Dices hola una vez y las demás sólo tienes que dejar que tu vaca hable por tí. Ahorras saliva y, al mismo tiempo, demuestras que eres persona educada que nunca ignora a los compañeros. Además, no importa que no te vean, como pasa cuando haces "asín" con la manita, todo el mundo pega un brinco si oye un mugido a su espalda, sobre todo si tiene experiencia taurina en fiestas de pueblos.
Una compañera, incluso, fue capaz de identificarme, sin darse la vuelta, sólo escuchando mi peculiar saludo. Esto ya es para nota pero, según ella, ¿quién, sino yo, iba a ir por ahí mugiendo a la gente?
Lamentablemente, mi iniciativa ya ha encontrado algunos seguidores, amiguetes que, al comentarles la idiosincrasia de mi nueva mascota, han decidido tener la suya propia, otros que comentan por aquí y por allá, lo bien que se cría mi vaquita, etc. Total, que veo que, en breve, si Dios no lo remedia, mi vaca y yo saldremos del anonimato y ya no podré disfrutar con las caras de la gente cada vez que oigan mis mugiditos.
Vamos, que pronto los centros de trabajo se verán inundados de vacas, oiremos mugidos en el cine, el metro o la biblioteca y todo por mi culpa (snif). No se puede crear tendencia. Esto es un estrés y un sinvivir.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

La vuelta al cole

Como soy así de cabrona, me he reído durante la primera quincena de septiembre de mis sobrinill@s que tenían que empezar las clases. Cuando les veía deprimidos ante el inminente inicio del nuevo curso, pensaba: "Ñeñeñeñe, como Herodes, te j...., que yo ya no tengo que ir al cole". Claro que, externamente, ponía cara de penita e, incluso, trataba de consolar a mi sobri Cris, diciéndole que lo pasan mucho peor los niños que no pueden ir a la escuela.
Pero hoy he tenido que afrontar mi propio retorno al mundanal curro :-( Cuando ha sonado el despertador, a la impía hora de las 6.00, me he cagado en las madres de todos los fabricantes de relojes con alarma que alguna vez pisaron nuestro planeta. Cuando he tenido que desayunar cualquier porquería, con el ojo pegado y el estómago encogido, he recordado mis tiempos de estudiante, cuando me valía con amanecer a las 8.00. Cuando me he chupado el atasco habitual de la N-II, se me ha ocurrido pensar en esas benditas rutas escolares, en las que puedes ir durmiendo hasta tu destino. Cuando me he tenido que reunir con unos tropemil compañeros para resolver las cosas que, el día que me fui de vacas se quedaron en la mesa y que formaban un montón equivalente a la mitad de la distancia entre la Tierra y la Luna... he seguido pensando: "Ñeñeñeñeñe, como Herodes, te j..., que a mí me pagan a final de mes".
En fin, que volver al trabajo después de un mes de vacaciones vago total es un estrés y un sinvivir.

martes, 21 de septiembre de 2010

Las fotos horribles

He elegido, como cabecera de mi blog, una de esas fotos que te hacen morirte de vergüenza cuando alguien, con toda la buena intención o la mala leche del mundo, que son difíciles de distinguir a veces, la enseña a los amiguetes. ¿El motivo? Que para hacer el ridículo me basto yo solita.
Soy, lo reconozco, una de esas personas que salen fatal en las fotos y no porque no lo haya probado todo...
Cuando era pequeña, mi madre se empeñaba en que tenía que sonreir en las fotografías. El resultado era que salía con cara de idiota risueña (amén de medio bizca porque, en aquel entonces, estaba de moda ponerte "cara al sol", para que no salieran sombras y te quedabas medio cegata mientras el fotógrafo de turno encuadraba la imagen). Lo peor de todo era tener que escuchar comentarios relativos a lo graciosa que estaba... Sí, para el circo, desde luego.
A eso de los doce años, decidí hacer exactamente lo contrario, salir muy seria, a ver si así se hacía patente mi vis intelectual... Pero como si nada. Salía con cara de idiota seria (por lo menos, dejé de salir bizca, porque ya no era necesario tanto paripé con la luz).
Tras comprobar en el album familiar que, hiciera lo que hiciera, siempre parecía una idiota, dejé de intentar corregir lo inevitable, será que soy así, oye. De manera que, en los últimos años, aparezco como me da la gana: unas veces seria, otras risueña, otras sacando la lengua, la mayoría con pinta de garrula, pero soy más feliz.
Y es que esto de las fotos es un estrés y un sinvivir.